MIÉRCOLES, 22 DE MAYO DE 2020, América Latina (InternetPress). Ramón Fernández, latinoamericano de treinta y dos años, vivió ayer una jornada sin sobresaltos. Se dedicó a sus labores habituales en un día nublado y frío, según relataron a (IP) fuentes cercanas a su domicilio.
El reloj despertador, que hasta entonces alumbraba con su luz fosforescente, sonó a las seis y treinta de la mañana, haciendo emerger a Fernández de su sueño ligero.
Los hechos habían comenzado a gestarse en la profundidad de la noche. El chip de su calefactor programable recogió los datos meteorológicos básicos de los sensores externos e internos a su domicilio, programó el encendido del sistema de agua caliente y la regulación térmica de las habitaciones. La computadora de la cocina, que comandaba el corazón nervioso de su domus se conectó con sus programas, preparó el café, encendió el horno con los minutos de antelación suficiente para que los croissants quedaran crocantes.
Fernández se precipitó al baño, urgido por la abundante ingesta de líquidos realizada durante la cena, como sucedía cada día. Puso en movimiento el sistema BathChip, con regulación automática de la temperatura del agua, presión en la ducha y dosificación para el tratamiento contra su dermatitis rebelde.
De paso hacia la ducha, los sensores registraron su peso y enviaron la información a su estadística personal y a otros programas hogareños, como el regulador del menú familiar.
Sacó del armario su personal-training, instalándolo en pocos minutos sobre la pequeña alfombrita de su pasillo. No era lo ideal, pero no le quedaban alternativas en su reducido apartamento. El equipo había recibido ya las señales matutinas, y estaba regulado en la intensidad de los ejercicios y su duración. Entre resoplido y resoplido, Fernández tomó, al final de la sesión, la decisión de modificar el programa, pasándolo a nivel 3. Postergó la tarea para el día siguiente. Así venía haciéndolo cada mañana, sudando la gota gorda desde hacía más de un mes.
El desayuno era un oasis para Fernández. Quería preservarlo. Retiró, por tanto, la impresión del periódico de la computadora multimedia. Mientras que saboreaba los croissants recién horneados, leyó el parte diario de la selección "personalizada". Primero los resultados deportivos, luego informaciones de "sociedad" y finalmente, casi con desazón, las noticias políticas e internacionales. La primera página, de diseño estándar, era una foto-láser color de un accidente carretero múltiple. Le mereció nada más que un vistazo.
El café tenía nuevamente el gusto semimetálico del edulcorante. El sistema había registrado su exceso de peso. Seguro que hoy tampoco comería manteca.
Pasó la mano por el sensor y la pantalla del PM (Personal Multimedia) lo reconoció. Se encendió, iluminando el Work Room con luz azulada.
Revisó su correo. Desechó buena cantidad de folletería electrónica. Era un buen día, solo una factura-informe en una de las tarjetas y una invitación a un partido de fútbol-5. Siempre le producía cierta inquietud el titilar previo del correo electrónico.
Avisó a Lorenzo que estaría en la cancha a las 19 horas. Aprovechó para consultar el último boletín meteorológico y el estado de las rutas. Hoy tampoco trabajaría en la oficina, lo haría en casa. Habían declarado emergencia ambiental grado C -tercer nivel- y podrían circular uno de cada tres vehículos. Sin embargo, las previsiones de mal tiempo habían generado colas ya en los accesos. Para convencerse más, miró los monitores en los cruces de avenidas principales a través del programa de información de la municipalidad, en Internet. Las imágenes le quitaron todas las dudas y las pocas ganas de viajar.
Fernández se preguntó cuándo instalarían el sistema integral de gestión de tráfico en su ciudad. Los sensores registraban el movimiento de vehículos desde los barrios y accesos al centro, y enviaban a todos los vehículos en circulación las señales a sus mapas electrónicos de ruta. Ya lo había visto en funcionamiento en la capital. Por supuesto que incluía sistema de emergencia para ambulancias, policía y vehículos especiales.
Nuevamente valoró el esfuerzo que hacían él y Susana para pagar el crédito hipotecario de su nuevo apartamento. Podían disponer ahora de un Work Room para sus PM, separados y aislados acústicamente.
Recogió una segunda taza de café y se encerró en su cubículo de cristal.
Entró en la VPN (Virtual Private Network) de su empresa. Tenía dos mensajes escritos y dos comunicaciones multimedia. Los mensajes escritos lo fastidiaban, tenían algo de formal, de amenazante. Ahora todos los mensajes de voz podían automáticamente transformarse en texto, ¿por qué insistir con los escritos? Era la nueva secretaria telemática. Claro que así podía percibir la diferencia del que enviaba el mensaje. Su jefe directo estaba creando un archivo con sus diálogos y su atención al tema. Se cubría las espaldas.
Le dio instrucciones a su Personal Multimedia. Tendría que ajustarle la sensibilidad, le molestaba tener que elevar y aclarar sus tonos de voz. El PM de Susana reaccionaba a los susurros y a ella le encantaba demostrárselo.
-Mensajes 1 y 2 en pantalla y conexión a la impresora.
-Mensaje 3 en audio y demostración.
El mensaje multimedia era una instrucción del departamento de marketing, con gráficas e imágenes. Se ocupaba del producto en fase de lanzamiento al mercado, y del testeo en la red de clientes. Incluía un capítulo por sección y su plan.
Fernández terminó su café y se dispuso a llevar a cabo su sesión de telemarketing. Preparó los mensajes generales y adaptó la folletería electrónica y los módulos a las características de los cien clientes directos. El programa le permitía incorporar a cada ficha los aspectos específicos de su destinatario.
Se vanagloriaba de contar con el más completo fichero electrónico de clientes. Pero su voz cálida y el profundo dominio de las características de los productos eran la causa principal del éxito que tenía en las ventas. Le había vendido a las empresas para las que trabajaba un millón cuatrocientos mil dólares el año pasado. No era por cierto una suma despreciable.
Recorrió los stocks de clientes, los mensajes y anotaciones de cajeras y jefes de venta, las anotaciones electrónicas de algunos compradores. Le hizo un ajuste final a los mensajes personalizados.
El PM reconocía la preferencia del cliente en cada ficha. Transformaba el mensaje en un vistoso gráfico, o en una grabación con la voz digitalizada de Fernández.
Envió los mensajes. Comprobó en el monitor la recepción automatizada de todos ellos. Se dispuso a organizar una conferencia virtual con once clientes. Los había seleccionado su programa para presentarles el nuevo producto. Agregó uno. El programa lo había clasificado en el segmento B. Pero seguía apreciando su olfato comercial.
Los llamó uno por uno, dirigiéndose a los gerentes de ventas. Con la agenda telemática preparó todo para el jueves, a las 15 horas. No era la mejor hora. Muchos retornaban del almuerzo un poco amodorrados, sobre todo los que eran del interior. Pero no tenía alternativas.
Comenzó a preparar el estudio de la competencia. Tomó el mismo segmento. Usó lenguaje real para escribir los instructivos. Consideró las variantes de productos similares. Pidió a la máquina que las ubicara en la red. Disponía de un nuevo programa que lo haría a mayor velocidad sin repetir palabras, ajustándose a una secuencia lógica. Lo había instalado el mes pasado.
Dejó la máquina mientras agrupaba los archivos en cinco segmentos, de acuerdo con la distancia geográfica de los fabricantes y sus clientes. Se fue a la cocina. Podría conversar un momento con Susana.
Hablaron de las trivialidades que inspira el buen aroma del café y el pan tostado. Ayudan a disipar las brumas del sueño.
Retornó a la pantalla. Corroboró que el programa estaba inscribiendo su registro laboral en el "monitor telemático" de la empresa. Hora de comienzo, volumen de operaciones y registros, y contactos realizados. No quería que el reporte gráfico de personal tuviera un hueco. Era él quien alimentaba su ficha personal. También ese miércoles lluvioso del mes de mayo. Se tranquilizó, allí estaba el ícono del ojito avizor, como un signo divino, titilando en el borde inferior de la pantalla.
También estaba lista sobre la pantalla una pequeña cámara con zoom automático, del tamaño de una caja de cigarrillos. Por ella podía su supervisor comprobar la presencia física de Fernández frente a la computadora. No necesitaba orden específica. Conectada a un programa que controlaba cada una de las cuarenta posiciones del teletrabajo autorizadas por la empresa al azar, elaboraba su propio informe.
La amigable voz de su "secretaria electrónica" le informó que la búsqueda había culminado. El informe comparativo sobre la competencia estaba pronto. Conectó el proyector. Desplegó las gráficas en el pizarrón electrónico. Disponía de más de un metro cuadrado para trabajar. Los sensores de la habitación registraron el exceso de luz y regularon las persianas. Los colores vivos de la proyección le permitieron comparar ventajas y desventajas de sus ofertas.
Garabateó algunos apuntes en un bloc, imprimió algunas de las planillas obtenidas. Introdujo variantes en la información, de inmediato se modificaron los informes y las gráficas de su campaña de marketing. Cuando culminó las simulaciones las remitió -con breves anotaciones propias- al departamento de ventas.
Ya era hora del descanso matutino. Antes de procurarse otro café, se conectó con la "despensa electrónica", recabó los datos de sus necesidades y se dispuso a efectuar su telecompra. Entró simultáneamente en los dos Supermercados Telemáticos para comparar precios e información. Aunque tenía una marcada preferencia por uno de ellos, siempre recurría a un sistema de competencia electrónica. Se aseguraba de que su proveedor supiera que era un cliente exigente.
Pasó la lista y esperó. La pantalla del PM se dividió en dos y en ambos campos se desplegaron ofertas, precios e imágenes. Quiso saber más del origen de los productos en el sector de la fruta. Buscó primicias en los quesos y fiambres. Al terminar la selección, envió la orden y digitó su código autogenerado de seguridad para el pago. Al reclamarse la confirmación y la orden de entrega, dio el último "aceptado" al horario propuesto. Lo registró en la agenda hogareña -libre de acceso de todos los PM de la red - home- y en la pizarra electrónica de la cocina. Controló la operación: le había llevado once minutos.
Culminó su horario laboral al mediodía. Su almuerzo sería una comida tradicional. Enseguida se decidió a realizar una caminata en el circuito cercano a su casa. Le ayudaría con la lenta digestión y quedaría en paz con su esposa, que lo acosaba por el escaso ejercicio y las muchas horas pasadas frente a las pantallas. Desafió el viento frío de la tarde otoñal. El recorrido era vigilado por cámaras de televisión conectadas con la guardia barrial y con las casetas de los vigilantes cada cuatrocientos metros. Nada podía pasarle.
Cuando circulaba entre los árboles sintió nostalgia por su adolescencia. Los barrios eran abiertos entonces y se podía elegir el recorrido de paseos y caminatas. Todo había cambiado lentamente.
Primero fueron las altas rejas en los jardines y los barrotes y sistemas de alarmas en las ventanas, y después los nuevos "barrios de seguridad residencial". Áreas clasificadas de acuerdo con el nivel socio-económico, con vigilancia electrónica y empresas privadas que patrullaban el perímetro interior y bloqueaban a los intrusos indeseables. La enfermedad de la nueva época era sin duda la inseguridad.
Había leído en el matutino electrónico de la semana pasada -¿o fue en el magazine?- que policías y guardias de seguridad privada ocupaban el catorce por ciento de la mano de obra a nivel nacional. Se habían duplicado en solo tres años. Qué ironía. Si hubiera una súbita disminución de la delincuencia y los peligros, la desocupación crecería en flecha, y de nuevo aumentaría la delincuencia. Era un círculo perfecto.
Él podía permitirse el lujo de vivir en esas islas autosuficientes de seguridad de los barrios privados. Lo haría aunque tuviera que pagar una sobrecuota importante.
Cuando llegó al borde de la alambrada que marcaba el perímetro de su barrio fortaleza y divisó del otro lado los bloques grises de viviendas populares, como enormes pajareras desvencijadas, idénticas a cientos de bloques esparcidos por la ciudad, sintió que había invertido bien su dinero. El suyo era un pequeño edificio con árboles y jardincitos, pero estaba seguro tras las alambradas.
Sintió el siseo de un vehículo eléctrico al acelerar. Pudo distinguir uno de los camioncitos repartidores del hipermercado del que era cliente. Se aproximaba el horario de entrega. Apresuró el paso. No estaba seguro de que Susana llegara a tiempo.
Sin embargo, no pudo evitar un gusto amargo. Un malestar profundo lo atacaba al gozar de su tranquilidad. Pensó en sus padres, del otro lado de los paredones, prisioneros de sus magras jubilaciones. No podían salir del barrio, dominado por pandillas, y la noche los sorprendía en un virtual toque de queda. Hasta las ambulancias debían solicitar protección para atender un llamado.
No estaba lejos de su vieja casa. Todo había cambiado demasiado rápido: las casas familiares demolidas, la corriente incontenible de las periferias avanzaba sobre la ciudad. Ellos venían a visitarlos una vez al mes y él advertía la cara de derrota de su padre al irse.
Estibó los alimentos en la heladera y la pequeña alacena, asegurándose de que las bandejas quedaran conectadas al circuito de control. Se dispuso a su sesión de entrenamiento diario. Ahora todos los objetos disponían de su propia inteligencia artificial. Su coche era rastreado permanentemente por uno de los múltiples sistemas satelitales de baja órbita. Su perro también podía serlo solo por el implante de un microchip, un transponder. Los paquetes de los productos del supermercado habían sustituido al anticuado código de barras por un chip de información básica. Tenía una tarjeta financiera única, que acumulaba en un solo código todas sus tarjetas de crédito y su red bancaria. Ahora podía concentrarse en lo importante. Sus circuitos harían el trabajo rutinario.
Su contrato de trabajo incluía dieciocho horas semanales de actualización educativa y profesional, con materias obligatorias y opcionales. Eso sí era importante y no podría soslayarlo. Sentado frente a su PM dio comienzo a la sesión del día. El primer módulo era "cultura general". Había activado el programa HunterNet para que su PM le buscara informaciones y seleccionara textos en el nivel dos de bibliotecas y archivos electrónicos. Su nueva pasión era la invención de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg. El crecimiento exponencial de los archivos había sido tal que no podía explicarse únicamente por el crecimiento de los registros en bibliotecas e instituciones. Mayor fue la multiplicación del conocimiento. Millones de investigadores disponían de sus propias bases de datos, que debían ser rastreadas prolijamente.
El programa HunterNet había hecho un buen trabajo. Ya tenía el ícono de la cantidad de archivos disponibles en idiomas y países seleccionados. Desplegó el menú. Seleccionó diez textos en español y cuatro en inglés. Los mandó imprimir. La máquina, programada según el informe de su oculista, seleccionó tipo de letra, tamaño e intensidad del tono, así como coloración básica del papel para permitirle una óptima lectura.
La pantalla también le anunció que el libro solicitado estaba pronto y debía seleccionar si imprimirlo o copiarlo en su libro electrónico. En la nueva versión el E.Book disponía de aplicaciones multimedia. Podría copiar imágenes y gráficas en colores, y hasta veinte minutos de filmaciones complementarias. Ramón recordó aquel estudio de la Universidad de México. Decía que el aprovechamiento de la lectura en papel era cuarenta por ciento superior al de cualquier pantalla. Se pensó a sí mismo en ambas opciones. Amaba sentir el cuerpo de Susana junto al suyo en la cama matrimonial cuando leía en la noche. Este pensamiento lo terminó de convencer. El E.Book seguía acumulando polvo en su escritorio. En dos minutos exactos, el HPSL (High Speed Printer Laser) depositó, ya encuadernadas, las doscientas páginas de su libro. Pero no pudo ceder a la tentación electrónica y copió la versión multimedia en CD. Algún día vería sus fotografías y filmaciones escuchando la música que incluían.
Comenzaba la parte menos agradable de la tarde: el perfeccionamiento de idioma. Su E.Teacher le repetía hasta el hartazgo los ejercicios de pronunciación. Para colmo había seleccionado el modelo animado. Su profesora era la versión tridimensional de una francesa estereotipada de película de los sesenta, que se movía entre monumentos de París y campiña normanda como una intrusa. Obviamente era más económico que la forma personalizada, con filmaciones de auténticos profesores. Completó los ejercicios con voz pausada para que el sintetizador pudiera analizar su pronunciación.
Se había propuesto una hora y media de curso solo porque su nivel de francés se había precipitado a una calidad deplorable. Cinco años de abandono hicieron lo suyo. La empresa quería que incursionara entre los proveedores francófonos. Maldijo esa obstinada resistencia de los franceses en el mundo a utilizar otra lengua.
La agenda en pantalla le recordó que su esposa quería los crucigramas enviados por el club "Blanco y negro". Con tres rápidos toques entró en la red familiar y se los dejó impresos. También le llamó la atención sobre asuntos pendientes. Volvió a desplegarla. El selector de videos titilaba: se había agotado su programación. Revisó las "Novedades". Con los títulos podía conocer principales actores, género y una ventana con sinopsis. Eligió una policial y una comedia. Navegó por otras secciones, buscando por género, por actores, por países de producción, por corrientes cinematográficas.
Fernández era un verdadero apasionado del cine de autor. No se inmutó cuando el Universal Movie le avisó que ya había visto dos veces una del neorrealismo italiano. Dio los comandos y esperó a que su video-receptor recibiera los programas digitalizados. Solo podía verlas una vez y con derecho al rebobinado del diez por ciento de la película. Había elegido esa modalidad clase C, que tenía una bonificación en los costos.
Prepararía ahora su partido de fútbol. Había dos clubes en su zona privada. Las canchas disponían del programa de personalización, adaptando la superficie a las edades promedio de los jugadores. Uno de ellos había incorporado la transmisión a los sistemas domésticos de los jugadores del partido. Disponían de seis cámaras y efectos profesionales. A Ramón y sus amigos les gustaba tanto jugar como verse en las pantallas con la música de fondo del aliento "virtual" de cien mil hinchas. Era irónico. Llegaban al club, jugaban el partido, se duchaban y salían, y nunca veían a nadie. Todo lo hacían con su registro de voz.
La instalación deportiva estaba apenas a quinientos metros de su casa. Desechó el ofrecimiento de Manuel para llevarlo en su nuevo auto eléctrico, aunque algunos de sus músculos le pedían urgente descanso. Le gustaba la sensación que le dejaba el ejercicio físico, pero además lo llevaba a la cumbre del apetito. La caminata lo ayudaría a justificar, ante sí mismo y ante Susana, los dos platos de comida que necesitaría devorar, más el par de cervezas.
Su Personal Multimedia hizo el chequeo de todo el material recibido. Comprobó que no había nada en "Urgencias". Colocó en todas las pantallas el mensaje de "Buenas noches y dulces sueños". De repente recordó a su hermana, que esperaba un bebé. Estaba a seis mil kilómetros de distancia -cuatro horas de avión-, debía asegurarse de que no hubiera novedades. Solicitó a su equipo que lo conectara en línea. En pocos instantes estaban viendo a sus interlocutores en pantalla con S. El voluminoso abdomen de Marta se agitaba por las risas que le provocaban las bromas de su marido. Tranquilizados, se despidieron. Ramón le indicó a su PM que todo el tráfico procedente de su hermana -correo electrónico o llamada multimedia (teléfono-imagen)- fuera derivado automáticamente a su Comunicador-satelital. Este había sustituido a los antiguos celulares aprovechando el enjambre de satélites de baja órbita que cubrían los cielos. Permitía estar las veinticuatro horas del día conectado con la red personal y hogareña y desde cualquier punto del planeta. Se fueron al dormitorio.
Eran más de las once de la noche cuando se agotaron las imágenes de Mónica Vitti sobreviviendo al Desierto rojo. La casa se oscureció y sobrevino el silencio. Solo el diálogo entre los chips estaba alerta. Siempre alerta.