Cuando el viernes a la noche terminó la Conferencia brindada por el Presidente Luis Lacalle Pou, sentí una enorme tristeza. No me importó en ese momento explicarla. No era por él, ni por las medidas propuestas desde el Gobierno, que además me parecieron correctas. Era otra cosa.
Una leve sensación de fracaso planetario, civilizatorio. No por el virus en sí, sino por nosotros humanos, que me parece no estamos dando en el clavo en cuanto al sentido profundo de nuestras vidas.
Y me fuí a dormir. Sin sollozar, pero triste.
Incierta alborada
Amanecí, y aunque alicaído respete mi estado, pero no me abandoné a él. Correr me hace siempre bien, y por eso me largué al Defensor. Durante las diez cuadras de mi casa hasta llegar al Parque Rodó, me pareció habitar una extraña y solitaria escena de The Walking Dead. Lloviznaba y a Montevideo la sentí mortuoria.
Aunque éramos muy pocos a esa hora en el Club, en el vestuario me comenzó a invadir un estado luminoso apenas explicado por una imagen refundacional: solo tres hombres, yo con mi tristeza y los otros dos... padres recientes con sus bebés a cuestas y a tan temprana hora. Mientras me iba vistiendo, ellos cambiaban los pañales a sus hijitas de apenas algunos meses. Luego se ducharon y juntos fueron a compartir la piscina, a disfrutar del agua, quizá, con la secreta intención de volver al Origen.
Como siempre subí la escalera, mientras pedazos de mi tristeza morían en cada escalón. Tome el largo pasillo y llegué a la sala, saludé atento al único corredor de bici presente, y me dispuse a correr en la cinta.
Sin embargo no fueron los habituales diez kilómetros de siempre. En esa mañana de sábado, aproveche la oportunidad para volver -una vez más-, a recorrer el camino de la Vida.
La dignidad de esos padres en el vestuario -tan en las antípodas de la "oscura" pandemia recién desatada-, me habían indicado el camino.
Promisorio atardecer
Cumpliendo con el plan previsto, al llegar la noche volvimos a celebrar la vida. Los 80 de Pepe Vázquez y los 41 de mi compañera Denise, eran suficiente excusa para la reunión. Jabón y gel mediante fueron llegando los amigos. Faltó solo Pepe por lógica indicación médica. Esa noche fuimos siete. Política, medicina china y economía, fueron algunos de los temas entre vino y empanadas. Por supuesto tampoco faltaron las consideraciones sobre la aparición y excepcionalidad que ha desatado este virus a nivel mundial.
Al final, de todos modos hubo abrazos cuidando que los rostros quedaran a un lado. Pasamos divino. Es que prescindir, podemos de todo, pero sin los otros, estamos enteramente jodidos.
Negados a admitirlo, estamos mucho más hechos de percepciones, miradas e historias compartidas, que de tendones y huesos. Aún así, en esta post post post modernidad insistimos en hacernos los langas, prescindentes e individualistas.
Quizás esta "parálisis" planetaria de las últimas horas, nos esté brindando la oportunidad para que podamos asumir la infinita posibilidad de ser más y mejores Humanos.
Esta mañana mi hijo Mariano me recordó sentirse "entre cierta bizarres, cuidado, preocupación, patetismo y curiosidad". Durante mucho tiempo creímos que la Naturaleza que nos rodeaba, estaba para dominarla y servirnos de ella. De a poco hemos ido descubriendo que, harto generosa, se nos regala para que en esencia la contemplemos y disfrutemos.
Quizás el desafío por estas horas de aislamiento e introspección, cuando de no salir se trata -salvo apenas ir de compras por lo básico-, o de compartir con la familia más estrecha; sea acercarnos con profunda indulgencia y espíritu revolucionario, a nuestra íntima y actual "naturaleza" hecha de sobredimensionado ego y de infinitas pretensiones materiales, para posibilitar un cambio epocal y cultural.
Si lo hacemos con atenta sensibilidad -sugería la querida Nelly Goitiño-, atendiendo nuestro interior, quién nos dice que la tan ansiada vacuna ya la tengamos nosotros mismos.
* Ivan Solarich es actor, director, dramaturgo, docente, gestor y comunicador.
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