Hay palabras que han saltado al estrellato total y absoluto en todo el planeta. Tomemos tres: teletrabajo, telestudio y cuarentena. Por estos días hay mucha gente que está asociada, encadenada a ambos conceptos. Y debajo de esas palabras quedan otras que mejor ni recordarlas...
Lo que hay en el mundo, además de la pandemia, la peste, el coronavirus covid-19 es una gigantesca alarma. Y está bien que haya y circule esa alarma, ojalá fuera mucho mayor la alerta y le impusiera a mucha más gente, no solo por obligación legal y física, quedarse en su casa. Eso, si, siempre y cuando tenga una. Y así descubrimos por un virus, y más allá de las estadísticas, cuanta gente en el mundo y en nuestro país, no tiene una casa como para recluirse en ella, para pasar una cuarentena. ¿Al salir, el día después, habrá algún cambio en los gobiernos, en los estados, en la sensibilidad general para incorporar esa falta de un techo como algo elemental y básico para nuestra civilización del siglo XXI? Lo dudo.
Para los que no tienen una casa elementalmente decente, no es esta columna. En absoluto, es para otros, que tenemos además de techo, computadora y conexión a Internet. Ah, y tenemos un trabajo o un lugar donde estudiar. Partamos de esas premisas.
Después de tres semanas de estar meta darle al teletrabajo, necesito compartir unas reflexiones. Me hizo mucha gracia, un meme que me enviaron con un perro pastor, un border collie mirando una pantalla de computadora y del otro lado un gran rebaño de ovejas. La cara del perro, totalmente artificial y preparada tenía un gesto que debe ser el de todos nosotros: queremos recuperar nuestra libertad, tocar, mirar los compañeros y compañeras de trabajo, las herramientas, las computadoras libres en nuestras oficinas y no prisioneras en nuestras casas, queremos respirar el aire con olor a oveja y ladrar, sobre todo queremos poder ladrar. Hasta añoramos el rostro del más antipático de nuestros jefes o los lobos en las praderas.
Esa cotidianidad que a veces nos cansa, hasta nos agobia, la de los muchachos que tienen que hacer largos viajes en ómnibus para llegar a sus centros de estudio, de los profesores desfilando con sus clases, pero también sus sensibilidades, su particular y única forma de enseñarnos y nosotros de aprender codo con codo con otras decenas de compañeros de clase. Es impagable. Como es impagable el transcurrir del tiempo, regulado por el estudio o por el trabajo y no por nuestras ganas oscilantes y variables de acuerdo a como nos levantamos, que vemos por la ventana, el humor de todos y cada uno de los habitantes de nuestra casa-cuarentena. Yo la extraño, aunque hace décadas que no estudio, pero hace décadas que me levanto todos los días, cinco veces por semana para ir a trabajar. Lo voy a gritar bien fuerte: ¡lo extraño!
La sorpresa de abrir el correo electrónico de mañana y concentrar mensajes amigos, neutros, inútiles y hasta los agresivos. No es lo mismo que recibirlos a unos pocos pasos de mi cama, sin la aventura de salir a la calle y ver la vida correr rápido a mi lado y yo formar parte de ella. Ahora estoy afuera del juego.
Leo los mismos diarios, los mismos portales, pero en cantidades abrumadoras, recibo, como todos ustedes una catarata de whatssap, que son las ventanitas que todos nos hemos construidos para seguir en contacto. Pero no descubro nada si les digo que esta peste nos desnuda el alma, la generosidad y el egoísmo, la responsabilidad frente a los otros y la irresponsabilidad de ponernos y poner a mucha gente en peligro.
El teletrabajo y el telestudio son la suma de enormes avances tecnológicos, en la conectividad, en los aparatos que utilizamos, en los programas que permiten que todo circule y en los contenidos, los conocimientos que están a nuestro alcance. ¿Me gustaría un mundo pleno de teletrabajo y telestudio? No, lo aborrezco, quiero volver a mi cueva, a mi Ciudad Vieja, a mi Plaza Matriz, a recorrer los pocos quilómetros de ida y de regreso escuchando música o mis programas preferidos, pero sobre todo pensando libre, mientras observo mi ciudad, mis vecinos, mis maravillas y mis carencias urbanas. Quiero trabajar como aprendí a hacerlo y no como en esta película de ciencia ficción verdadera, cagada por un murciélago y que todo el oro del mundo no puedo vencer hasta ahora.
La frase de la hija de un multimillonario portugués, fallecido por el coronavirus es una sentencia bíblica: tenemos mucha, mucha plata y mi padre murió por no poder conseguir aire para respirar. Nos debería hacer pensar mucho a todos y sobre todo a los que creen que vivirán mil años para poder gastar sus riquezas incontables.
El día después, hará falta un gigantesco fondo del coronavirus para reactivar las economías, reparar los daños, poner en marcha el mundo, veremos cuantos se ofrecen voluntarios y no con migajas, sino con dolor, raspando la gigantesca lata. Porque ahora es una coronavirus, pero mañana puede ser la Tierra enojada, realmente enojada y los océanos desbordados y el clima enloquecido. Y no depende de dios, o de ningún Dios, depende de nosotros y para esos peligros no habrá teletrabajo o telestudio, ni siquiera cuarentenas que nos salve. A menos que queramos comenzar a construir nuevamente el arca de Noé.
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