Mientras sigue sin definirse la elección presidencial en los Estados Unidos, algunos compatriotas se preguntan quién le convendría a Uruguay que ganara.
A mí me parece claro que lo que nos conviene a todos es un mundo en paz, en el que las relaciones internacionales se rijan por el Derecho, en el que haya acuerdos amplios e instituciones sólidas para enfrentar los problemas globales -como las pandemias o el cambio climático, por ejemplo-, y en el que el comercio internacional se desarrolle fluidamente en un marco de reglas justas a las que un organismo como la OMC haga respetar.
También quisiera que la primera potencia militar del mundo se identificara plenamente con los ideales democráticos, la defensa del Estado de Derecho y la vigencia de los derechos humanos. En el mundo no compiten solamente aparatos militares e intereses económicos; compiten también formas de ver la vida, filosofías, ideologías. Contra los autoritarismos de cualquier signo ideológico, contra los fundamentalismos teocráticos, contra el terrorismo en todas sus formas, a los demócratas y amantes de la libertad en el mundo entero nos conviene que los Estados Unidos sean un campeón creíble y confiable en la defensa de la causa común.
Y bien: debo decir que a mi juicio Donald Trump no representa ninguno de esos valores. Actúa como un autócrata, más que como el presidente de una gran república. Ya en la campaña electoral de 2016, contra Hillary Clinton, utilizó la mentira y el agravio para denigrar a su oponente; volvió a hacerlo este año contra Joe Biden. Algunos de sus principales colaboradores en la campaña anterior fueron condenados por la Justicia por recibir ayuda de los rusos para atacar al Partido Demócrata. El propio Trump fue el tercer presidente en la historia de su país en ser sometido a un "impeachment", acusado de usar los poderes de su cargo para obtener que Ucrania iniciara una investigación con el propósito de desprestigiar a Biden; el Senado, con mayoría republicana, lo absolvió después de negarle a los demócratas la posibilidad de producir pruebas, citando testigos y agregando documentos.
Más allá de tal o cual episodio particular, en los cuatro años de gestión de Trump fueron constantes su agresividad, su falta de respeto por los demás, su intolerancia; como si creyera que su tarea es dividir a su nación y sembrar el odio en su seno. Para ello empleó permanentemente la mentira, como se lo señalaron varios medios de prensa que hasta le llevaron la cuenta de las afirmaciones falsas que ha propalado desde el día que asumió el cargo -cuando dijo que la cantidad de asistentes al acto había sido la mayor de la historia, lo cual no era cierto- hasta ahora, cuando ante la posibilidad de la derrota procura ensuciar la fuente de la legitimidad democrática, alegando fraudes electorales que ni siquiera intenta seriamente probar.
No recuerdo que ningún otro presidente, de los Estados Unidos ni de ningún otro estado democrático, haya dicho alguna vez que no sabía si respetaría el resultado electoral en caso de ser derrotado; y esto lo viene diciendo Donald Trump desde hace meses. Como caso de deslealtad institucional, es de antología.
Si la gestión del magnate vuelto presidente fue disolvente en lo interno, no lo fue menos en el plano internacional. Como si hubiera actuado siguiendo instrucciones de Putin, o de Xi Jinping, Trump se dedicó a debilitar la Alianza Atlántica que fue el ancla de la estabilidad internacional después de la Segunda Guerra Mundial. Chocó con Francia y con Alemania y alentó el Brexit en el Reino Unido. En plena pandemia, los Estados Unidos se retiraron de la OMS. Al día siguiente de estas elecciones cuyo resultado oficial no se conoce aún, completaron el trámite de desvinculación del Acuerdo de París sobre cambio climático. Antes habían boicoteado la integración del órgano de solución de controversias de la OMC, impidiendo así, de hecho, su funcionamiento.
Como ha sido reiteradamente señalado, la consigna trumpista de "América first" (América primero) vino a significar, en los hechos "América alone" (América sola).
Los rivales y los enemigos de los Estados Unidos, de parabienes. Con cuatro años más de Trump en la presidencia, la posición de los Estados Unidos en el tablero mundial continuaría deteriorándose.
Es cierto que no hay razones para esperar que Joe Biden, en caso de resultar electo, haga maravillas. Pero después de medio siglo de vida política Biden es considerado una persona de bien, un hombre decente, capaz de dialogar con sus adversarios y de ir recomponiendo la normalidad en el funcionamiento político que se perdió en los cuatro años de Trump, colmados de enfrentamientos destructivos, enconos y crispaciones.
Calmar los ánimos en lo interno no será fácil, pero más difícil aún será lograr que el mundo recupere la confianza en el liderazgo de los Estados Unidos. No sólo eligieron presidente a Donald Trump, sino que después de haberlo visto gobernar le dieron más votos que en el 2016 y estuvieron a punto de reelegirlo; probablemente lo hubieran hecho, de no haber sido por la pandemia.
Cuando escribo estas líneas no se ha terminado de contar los votos y desde la campaña de Trump se anuncia la impugnación de los resultados desfavorables en los tribunales; el final, pues, está abierto aún.
De lo que a Uruguay le conviene, sin embargo, no tengo dudas. Ojalá que el próximo 20 de enero podamos celebrar, con los estadounidenses, el comienzo de un tiempo mejor para ellos y para el mundo.