Hace décadas que llegó el Tetrabrick a mi vida. No lo elegí yo, me eligió él a mí, pero así es la vida del consumidor: uno no se da cuenta y de pronto ese producto con el que pensabas que tenías una relación abierta y sin compromisos, ya dejó su cepillo de dientes en tu baño (o su manteca en tu heladera, su perfume en tu ropa, etc.) y se quedó contigo te guste o no. (Y pagas tú, porque él es un mantenido)
También es cierto que nunca me funcionó comprar la leche en bolsa. Siempre fui de la larga vida que es lo que más quiero para mi vida, que sea larga. Sí tuve que pasar a la bolsa un tiempo, cuando Jorge Battle, con muy poca de la diversión que había prometido, le encajó iva a la caja, pero con el tiempo logré volver al tetra.
Tetra de leche, de jugo de naranja, pulpa de tomate, chocolatada y pocas cosas más (lo siento pero el vino no. El vino solo bueno y si no nada). El tetra era cómodo. Un líquido convertido en ladrillo, fácil de transportar y apilar, resistente y de excelente conservación por largo tiempo. Y se abría muy fácil: levantábamos un piquito desdoblándolo y zas, tijeretazo en la puntita.
Vertida perfecta a tu vaso, o a tu garganta si la ocasión se prestaba. Era tan fácil que aún cuando no teníamos tijeras, podíamos encontrar una línea de precortado (troquelado) en el piquito y doblando hacia un lado y otro unas pocas veces, el material cedía para que lo pudiéramos cortar a mano.
Pero un día, como quien se pone siliconas, postizos, o peluquín, mi tetra apareció con un accesorio en la piel. Un cuerpo extraño sobre su cuerpo. Una prótesis. Un rectangulillo plástico con articulación, cierre y bisagra. Una verruga blanca y chata. Pero más allá de la falta de naturalidad sobre el contorno del tetra, esa ventanita plástica prometía una relación de consumo nivel desenfreno. Era feo, pero pensé que el líquido contenido quedaba a un simple click (analógico) de mi pulgar para regarme la garganta y llenarme la panza gratificantemente. El abrefácil había llegado al tetra.
No era cierto, el abrefácil del tetra resultó como la mayoría de los abrefácil: abre mal. Lo que se abría fácil con un zas de tijera o unas dobladitas y luego un ras de rasgar a mano, se volvió un desafío al solitario. Mil veces al ir a levantar la tapita, desprendí el rectángulo postizo entero que estaba mal pegado.
Otras mil veces, luego de abrir la tapita no logré pasar la segunda prueba: no pude levantar la minúscula lengüetita del film para tirar de ella. (Las puntas de mis dedos se sienten como morcillas tratando de levantar 3 milímetros de lengüeta encajada en el habitáculo de los bordes plásticos estrechos de la boca vertedora que me aboco como loco a violar en su broquel).
Otras tantas veces, se me rompió la lengüeta al tirar de ella y no salió el film. Y peor aún, miles de veces que sí pasé de las tres primeras pantallas y llegué a inclinar el tetra sobre el vaso, el líquido se filtró y se desvió por hendijas e imperfecciones de la prótesis del plastiquito y se escurrió por el contorno de la caja para dejar parte del contenido entre mis dedos, la mesa y a veces mis pantalones.
El abrefácil vino a hacerme la vida difícil. ¿Por qué? ¿A quién debo agradecer cuando me hidrato las yemas de los dedos con jugo de naranja, por ejemplo? A algún hijo de marketing, sin duda, que no teniendo ninguna idea buena, su buena idea fue preguntar al consumidor. Y como dice la sabiduría popular: "el que hace preguntas obtiene respuestas".
Habló el consumidor. Un chiquilín o una señora, o alguien que no tenía nada mejor que hacer en su vida que ir una hora y media a un grupo foco donde una docena de desconocidos opina libremente sobre algún producto para llevarse un premio al término. Supongo que en algún momento, presionado por cumplir un rol en el grupo y merecer su compensación final, en el silencio incómodo tras la pregunta de la conductora del grupo que preguntaba insistente -"A ver: ¿qué más le pondríamos a este producto?"- se descerrajó y dijo algo a la mano: abrefácil.
Eureka, dijo el marketer que leyó el verbatim.
Quiero creer que alguien también se habrá dado el gusto de divertirse y habrá dicho cosas como -"pónganle una pantalla led de 42 pulgadas para ver fútbol mientras me escancio el jugo"-, o -"un generador de ondas de frecuencia sonora inversa que provea silencio activo a mi alrededor para poder tomarme el rosado sin escuchar a mis hijos que me preguntan dónde está la media verde".
Ya le pusieron galletas en termocontraíble, un tetra más chiquito de lo mismo también en termocontraíble, un QR de una promo, raspadita, manijita (duró muy poco), una obra pictórica con firma de artista (¿qué hago después de usarlo: lo tiro o lo cuelgo en la pared?) y tantas otras cosas, pero ninguna perdura como el abrefácil.
Soy un publicitario muy cascado por investigaciones -tests y pre tests- que dieron al traste con trabajos míos de meses, pero no soy un agnóstico o peor, un ateo de la investigación del consumidor. Al contrario, me parece valiosísima, me da información que equals power. Pero investiguemos al consumidor para conocerlo a fondo.
Para saber que está loco, que es caprichoso, egoísta, verdaderamente imprevisible, hasta mala gente y sobre todo para saber que no sabe lo que quiere. Acerquémonos a sentir como él, para preverlo y poder darle satisfacción real. Pero no le pidamos que nos diga lo que quiere, porque no tiene idea. Lleguemos a lo latente y descartemos lo manifiesto.
En mi casa el abrefácil ya no es problema, lo negamos, lo ignoramos y los packs de tetrabrick tienen siempre de un lado un abrefácil intacto y muerto de tristeza en su invisibilidad y del otro un piquito enhiesto, cortado a tijera y perfectamente funcional y feliz.
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