Ernesto Montaño*
Latinoamérica21
Hablar de democracia, en estos tiempos, es hablar de sus crisis. Y, cuando nos referimos a estas, rápidamente salta al debate la palabra tan en boga en los años recientes: populismo. Sí, el populismo se ha vuelto popular. Los populistas son populares. Representan con profunda convicción —en ocasiones con una preocupante radicalidad— los malestares de una sociedad que no encuentra solución ante las opciones “sensatas” o “razonables”, y deposita su fe —porque el populista exige, sobre todo, fe— en líderes con discursos mesiánicos. No obstante, nos detenemos mucho en esa fotografía del líder con los brazos abiertos, dejando de pertenecer a sí mismo, y no tanto en esos seres que lo rodean y lo siguen fielmente —porque el populista exige, también, fidelidad—.
Identificarse con el líder no es solo una cuestión ideológica o clientelar, sino de trayectoria. Líderes como el presidente de México Andrés Manuel López Obrador, proveniente de zonas humildes, con aspecto humilde y con lenguaje humilde, representan la historia de tantos en México. Porque su biografía es la de muchos: hombres y mujeres inconformes con un sistema que les ha fallado; enemigos, imaginarios y reales, a los cuales combatir; victorias y derrotas que han dejado huella. En una sociedad carente de entusiasmo, la necesidad de un líder populista —una biografía, una autobiografía que represente— se convierte en la única esperanza de trascender, se convierte en La esperanza de México, como fue el eslogan de campaña de AMLO en 2018.
El populismo, señala la politóloga ítalo-estadounidense Nadia Urbinati, es un “mayoritarismo extremo”. Su pueblo, no porque le pertenezca sino porque lo limita a su visión, no es solo el único, sino el auténtico. Si el estado tiene el monopolio de la fuerza, también busca el monopolio de la narración. La única biografía que importa es la del líder —es decir, la del “pueblo” —; por ende, cualquiera que dispute esa narrativa es catalogado como enemigo. Pero, a diferencia del fascismo, el populismo no elimina a sus adversarios, al contrario: los alimenta, los necesita. Por un lado, se encuentra la legitimidad que el líder populista recibe de sus seguidores —de sus votantes, porque el populismo sostiene esta legitimidad democráticamente—, y, por el otro, la de los enemigos: sin estos, el populismo se queda sin responsables ante sus fracasos, y un populista que acepta sus errores no es un populista.
Entre los enemigos habituales del populismo están los medios de comunicación, los organismos autónomos y cualquier contrapeso que surja. Lo preocupante no es solo que el líder populista en el poder ataque y cuestione, en muchas ocasiones a través de señalamientos falsos, a críticos a su gobierno, sino que lo anterior se traslada a los seguidores. Trabajos recientes sobre los seguidores de López Obrador demuestran que son más proclives a censurar a medios de comunicación. Identificarse como parte del pueblo responde, de igual manera, a la simpatía que se sienta, o no, por el presidente tabasqueño. Porque para López Obrador la única realidad legítima es la que él nombra: los medios de comunicación que lo cuestionan quieren dañarlo; las instituciones y organismos autónomos atentan contra su llamada Cuarta Transformación; los grupos ambientalistas, feministas, intelectuales, etc., son producto del neoliberalismo y las élites que tanto buscan afectar a su gobierno. La disputa narrativa es, como siempre lo ha sido, una disputa de ficciones; una disputa por pertenecer a una ficción; una lucha, entonces, de lenguajes: hablamos pejeñol, ha escrito el periodista y escritor mexicano Jesús Silva Herzog.
A pesar del mal manejo de la pandemia, la violencia y el deterioro del sistema de salud, entre otros problemas a los que se ha enfrentado el gobierno de López Obrador, el mandatario conserva una elevada popularidad. Si bien se han implementado diversos programas sociales que sugieren el porqué de la estima al presidente, se podría pensar que, ante los diversos fracasos de su gestión, su popularidad estaría en vilo a estas alturas. Sin embargo, hasta principios de mayo de este año, alrededor del 60% aprueba al presidente, y esto con resultados cuestionables.
¿Qué sucede cuando un populista logra resultados en materias fundamentales para la sociedad? Es decir, ¿qué sucede cuando el populista no solo acierta en el diagnóstico, sino que es eficaz en resolverlo? O, más complicado aún, ¿qué sucede con un populista, con fuertes tendencias autoritarias, es eficaz? Tal es el caso de Nayib Bukele, presidente de El Salvador, el cual, a través de un perfil populista y severamente autoritario, ha construido una narrativa basada en la eficacia, como lo ha demostrado en su combate a la violencia por parte de las maras que tanto daño ha hecho al país centroamericano. Pese a los múltiples cuestionamientos, nacionales e internacionales, por las medidas que el presidente salvadoreño ha llevado a cabo, es indudable su enorme popularidad. En una sociedad a la que un discurso que represente no es suficiente, la eficacia se convierte en el único camino posible de representar. Que el presidente Bukele haya pasado por encima de la Constitución de su país para reelegirse, que haya asaltado el Congreso acompañado de militares o que hostigue a cualquier crítico a su gobierno no alcanza para contrarrestar los resultados y la eficacia que ha demostrado. “Eficracia”, la llama el escritor argentino Martín Caparrós. El qué por encima del cómo. ¿Cómo hablarle de democracia a una sociedad devastada por la violencia como la salvadoreña? ¿Cómo señalar que el camino populista no es el idóneo si el camino que lo antecede fue, precisamente, el que lo provocó? Y estas preguntas apuntan, más que a respuestas, a más cuestionamientos: ¿a quién le habla la academia? ¿No cae en una especie de monólogo colectivo? A su vez, distintos medios de comunicación, más que advertir, catalogan de populistas a cualquier actor político que les desagrade. Aunque a muchos no les guste, los populistas son populares y, sin caer en la misma dinámica populista, es necesario, más que nunca, escucharlos, tomarlos con seriedad, antes de que este tipo de liderazgos sean más apreciados y populares que la propia democracia.