En la primera parte del proceso electoral, que lo configuran las elecciones internas de los partidos políticos, el Frente Amplio llenó el país de pasacalles con la consigna “el gobierno fracasó”. Lo que fracasó fue esa campaña porque iba en contra de los hechos. En ese momento, y también hoy, —todos los días— surge algún nuevo dato, palpable por el ciudadano, que evidencia que la gestión del gobierno es muy buena.
Por tanto, el Frente Amplio y su candidato debieron pegar un volantazo y cambiar la estrategia. Ya no apelan a los hechos —que reitero le son profundamente esquivos a sus intereses porque la gestión es muy buena—, sino que acuden a una táctica recurrente: la apelación a la supuesta superioridad moral de la izquierda.
En un discurso leído en oportunidad de la Convención del Frente Amplio, Yamandú Orsi expresó: “La integridad como esencia, la ética como contraste ante lo turbio, lo opaco. Esa coherencia es parte esencial del concepto y de la idea o del valor de la honestidad. El próximo gobierno tendrá que ser noticia a nivel mundial por su honestidad y no por los escándalos”.
De esta forma, se pretende abandonar la dimensión fáctica para ingresar en la dimensión simbólica, en el plano de la inmaterialidad que supone lo axiológico, lo valórico, abandonando también el plano político para respaldarse en el plano cultural —donde la izquierda ha tenido un núcleo duro de respaldo—.
Como no pueden demostrar que son mejores gestionando —la realidad así lo muestra—, escapan de ese contraste para acudir a un terreno más “amigable” del espacio cultural.
Esa apelación a la superioridad moral no es nueva. Lo planteó Mujica con aquello de un “gobierno honrado, un país de primera” y lo explicitó Sendic con aquello de “si es de izquierda no es corrupto, y si es corrupto no es izquierda” poco antes de ser procesado por varios delitos.
No es una cuestión nueva ni aquí ni en el mundo. De hecho, es parte de la construcción política de la izquierda (y es causa de sus principales problemas).
La apelación a la superioridad ética, a una condición de moralidad más elevada, resulta, entre otras fuentes, de su atavismo colectivista a partir del cual sienten legitimación para imponer condiciones a los otros (y “purgar” a los propios).
Parten del supuesto que sus atributos morales son superiores, que las ideas que defienden tienen un poderío que habilita a aplastar a las ideas distintas. “Sienten” que tienen una relación con valores socialmente superiores. Ese desdoble de “personalidad” de la izquierda le permite rehuir del debate de los “hechos”. No importa así ni la caída del muro de Berlín ni las aberraciones de las dictaduras de izquierda; tampoco los delitos o los desvíos de quienes son de izquierda, porque para ellos la discusión no es sobre “hechos” sino que se da en un plano simbólico y subjetivo. Prescinden de los hechos porque no soportan la realidad.
De esa misma lógica deviene la actual actitud de no participar en eventos donde haya más de un candidato de la coalición; no es solo una actitud política y estratégica (de control de seguros daños), es un ejemplo de que sienten tener esa validación de superioridad sobre las condiciones de igualdad que deben primar en un sistema democrático.
Claramente, y para sorpresa de la cúpula frenteamplista, esa supuesta superioridad moral es una fantochada. Y claramente hay que darle batalla. No son mejores. La izquierda no es moralmente superior.
La próxima elección es sobre “gestión”, sobre “rumbos”, pero también es una disputa sobre valores dominantes: Es, además, de una pugna política, una pugna cultural. El colectivismo, el corporativismo y el antilberalismo subyacentes en los discursos —y prácticas— del Frente Amplio obligan a no rehuir esa discusión.
Es —por prueba de los hechos— evidente que este ha sido un muy buen gobierno. Que se ha gestionado mejor que antes. Sin perder ese foco —que busca evitar el Frente Amplio— también hay que dar el debate en el plano valórico, porque sin esa pugna, sin esa contienda, los hechos no importarán.