François-Marie Arouet, quien luego adoptara el nombre de Voltaire, fue de las figuras más relevantes y representativas de la Ilustración. A él se le adjudica la famosa frase “no estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”. En realidad, Voltaire nunca la dijo a la frase, pero podría haberlo hecho porque integra su matriz de pensamiento.
La frase fue introducida y adjudicada a Voltaire por la escritora Evelyn Beatrice Hall, quien con el pseudónimo de Stephen G. Tallentyre escribió “Los amigos de Voltaire”, y algunos señalan ajustó la frase del filósofo que en el libro “Cuestiones sobre la Enciclopedia” escribió: “Este hombre (por Helvecio) valía más que todos sus enemigos juntos, pero no aprobé nunca ni los errores de su libro ni las triviales verdades que vierte con énfasis. Tomé parte decidida por él cuando hombres absurdos lo condenaron por esas mismas verdades”.
Pero la idea de que el hombre tiene derecho a expresarse y la discusión sobre los límites de ese derecho son históricamente extensos.
Muchos siglos antes que Voltaire, en el siglo IV antes de Cristo, los griegos habían desarrollado el concepto de parrhesía o parresía (pan rhema), lo que es “decir todo” o “decir valiente”, como lo definen algunos autores. Es algo así como lo que hoy conocemos como honestidad brutal.
En la década del ´80, Michel Foucault redescubre el concepto y analiza su relevancia en la construcción política y de la Democracia y desgrana las características de la parresía. Decía que el sujeto que ejecuta la parresía, el “parresiastés”, tenía la intención de decir la verdad, sabía que esa “verdad” podía resultar incómoda y finalmente que por ello mismo no resultaba inofensiva, sino que le engendraba un riesgo.
La parresía es la antítesis del ejercicio retórico donde el individuo busca influir en el otro pero sin necesidad de estar convencido o tener la seguridad de estar diciendo la verdad.
Con el devenir del tiempo se ha dado la discusión respecto a la existencia primero, y la armonización luego, de los derechos fundamentales, y en qué lugar se ubica la libertad de expresión dentro de ellos.
La jurisprudencia de la Corte Suprema norteamericana, por ejemplo, desarrolló la noción de derecho preferente referido a la libertad de expresión, colocándola en lugar de privilegio. La tradición norteamericana —influida ciertamente por una lógica utilitarista y de mercado— parte de la base que el límite de la libertad de expresión es ella misma y que en la competencia de opiniones se llegará a la “mejor”.
Con esa lógica mercantil, parece desprenderse cierta igualdad en las opiniones y por tanto se hace extensivo lo “sagrado” del derecho a opinar y expresar un pensamiento a la opinión expresada. Todas las opiniones aparecerían así en condiciones de respetabilidad.
Lo cierto es que no son así las cosas. No todas las opiniones son respetables.
Lo que hay que respetar es a las personas, y su derecho a expresarse, pero una vez que la idea es lanzada al mundo, entra en el terreno de lo opinable y discutible. Y puede ser atacada, cuestionada e irrespetada. Porque hay opiniones estúpidas, opiniones sin fundamento y hay algunas verdaderamente malditas. Están las que incitan al odio, que demuestran desprecio por el prójimo y que ponen en duda incluso la condición humana de quien la vierte. Por tanto, no hay que confundir la libertad de expresión con la opinión expresada.
Hace algunos años, el filósofo español Fernando Savater se expresaba en este sentido: “Yo puedo opinar de física nuclear, de la que no tengo ni idea, junto con un premio Nobel de la materia, y ambas aportaciones llegan al lector con el mismo tipo de letra. Por eso es importante que el usuario de internet sepa distinguir entre la opinión de aquel que sabe y la de quien lanza exageraciones, algo que sólo se puede hacer a través de la capacidad de abstracción (…) no todas las opiniones son respetables, ni mucho menos”.
Con las redes sociales, el anonimato, las fakenews, las IAfakes, lejos quedaron los valores de la parresía. No hay ni compromiso de verdad ni valentía.
Lo que nuestra sociedad tiene que garantizar es la libertad de opinar, pero no significa que haya impunidad de las opiniones. Por ejemplo, en las incitaciones al odio y a la violencia.
Angela Merkel se pronunció diciendo que los límites están en “la propagación del odio, cuando la dignidad de otra persona es violada”.
El discurso, la palabra, no es inocua, porque suele preceder al acto, por tanto no se pueden menospreciar las apologías al odio, que son el caldo de cultivo para la materialización del mismo.
La potencia política del odio es demoledora.
Más allá de las respuestas penales y civiles que existen ante las transgresiones que ocurren con las opiniones, el antídoto, la solución de fondo, madre de todas las batallas, como en todo lo que refiere a la vida en comunidad, es la educación y en particular la educación en valores. Educar no puede limitarse a la transferencia de conocimiento, sino que debe ser formativa. Lo definió espléndidamente Jorge Larrañaga: “El principal desafío educativo es regenerar el tejido social y esto sólo puede lograrse mediante la enseñanza de valores como el respeto mutuo, la tolerancia, el diálogo.”
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