Por Julián Kanarek | @julian_kanarek
Una guerra, una traumática separación comercial, un par de manifestaciones multitudinarias, una amenaza de pandemia, un juicio político, militares ingresando a parlamentos, militares obstruyendo el ingreso a parlamentos, la industria del cine ignorando a las mujeres, dos mujeres latinas cantando en el espectáculo más visto de Estados Unidos. Pasa todo y no pasa nada.
Vivimos una época de hiperestimulación informativa que nos lleva a enterarnos de todo sin saber de nada. Una concatenación de acontecimientos, más cercanos o más lejanos, llena nuestras pantallas, nuestros audífonos, nuestros muros. Nos informamos (¿nos informamos?), nos indignamos, nos organizamos, protestamos, denunciamos. Nos olvidamos.
El amplísimo espectro de temáticas de agenda a las que estamos expuestos nos hace ciudadanos enormemente más conectados que los de hace tan solo un par de décadas. Accedemos a un caudal de información mucho mayor al que podemos incorporar. Ni hablemos de entender.
Esta hiperestimulación hace que nuestros umbrales de atención sean cortos, muy cortos. Entonces el proceso de aprehensión de información, aquella que deberíamos convertir en conocimiento, es más rápido, más vago, menos profundo. Las temáticas más preocupantes, las manifestaciones más importantes, los debates más hondos para la sociedad moderna deben poder explicarse en un tweet o en tres palabras.
Para poner las cosas aún mejor, los algoritmos de las redes que median nuestro acceso a la información nos brindan un menú acotado de temas que se va cerrando cada vez que elegimos hacer o no hacer click en el link a la noticia que compartió ese contacto al que tanto stalkeamos. Nos acota la hiperestimulación, nos acota la capacidad de atención, nos acotan los algoritmos. Vivimos una ilusión de hiperconexión que se da de bruces con la realidad de encierro en comunidades, en burbujas, en audiencias dónde se premia el aplauso y se censura el disenso.
Esta descripción apurada y seguramente incompleta del mecanismo mediático por el cual accedemos a la información es el punto de partida sobre el cual desarrollamos la discusión de las temáticas políticas más importantes para los países y el mundo.
Esta charla de bar amplificada, dónde las distorsiones de la realidad operan casi sin que podamos enterarnos, matriza de manera preocupante la forma en la que tanto los ciudadanos como los medios y los políticos discutimos sobre los temas más importantes para la sociedad.
La forma de consumo mediático transforma la personalidad de nuestros niños, su umbral de frustración, su capacidad de atención, su paciencia. Esto es un problema de los padres de hoy, y de las sociedades de mañana.
En las sociedades de hoy tanto en la política como los medios o los analistas ya convivimos con una simplificación de las discusiones a largo plazo que nos amenaza. Las democracias se nutren de las discusiones, de los disensos y finalmente de los acuerdos a los que se pueda llegar.
La complejidad informativa del mundo nos hace ciudadanos menos reflexivos, más impulsivos, menos tolerantes. La política, la educación, la violencia no pueden buscar respuestas de la misma manera en la que recorremos un feed de Twitter o deslizamos stories de Instagram.
El consumo mediático, o su desarrollo actual, no debe instalar formas en la discusión política.
La comunidad encuentra en los espacios de interacción oportunidades de inserción en agenda de temáticas que son distintas a las del sistema político. Pero en la oportunidad está la amenaza.
Si todo lo discutimos no hay tiempo para el análisis. Si las formas que encuentran las comunidades de influir en la agenda política son maximizadas, la hiperestimulación las lleva al olvido. Si las promovemos sin apelar a una lectura crítica, el sistema habrá logrado que esa temática antes olvidada por las estructuras, hoy sea ignorada por desborde. Saturación mata atención. Accedemos a un espectro mediático impensado, audiencias inalcanzables, pero con una dinámica que hace todo olvidable.