Alberto Fujimori fue el presidente de Perú entre 1990 y 2000, período durante el cual cometió graves delitos de corrupción y violaciones de los derechos humanos, por los cuales fue sentenciado a 25 años de cárcel. En el año 2020, el expresidente obtuvo un controvertido indulto por parte del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski, quien negociaba el apoyo político de un sector fujimorista para evitar su destitución. El indulto a Fujimori se otorgó bajo el argumento de que padecía una enfermedad grave. Sin embargo, tras salir de la cárcel, recuperó su actitud desafiadora de antaño y llegó a declarar que sería candidato a la presidencia en la próxima elección.
Al expresidente se le atribuye la finalización de la violencia política en 1993, originada a inicios de la década de 1980 por las acciones terroristas de Sendero Luminoso y la guerrilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, movimientos que asolaron al país por esos años. Sin embargo, nuevas evidencias cuestionan esa tesis, basadas en que supuestamente dichos movimientos tenían pocas probabilidades de vencer a las fuerzas regulares del Estado como también a la implementación de políticas de seguridad y combate implementadas por los gobiernos anteriores.
Antes de que Fujimori disolviera el Congreso en abril de 1992, el destacado politólogo argentino Guillermo O'Donnell lo consideró un caso de “Democracia Delegativa”. Se trataba de una democracia deficitaria, donde Fujimori un caudillo se presentaba como un supuesto salvador del pueblo frente al caos. Sin embargo, tras la ruptura del orden constitucional, su gobierno pasó a ser un régimen autoritario.
Poco después, ante la falta de conceptos adecuados para identificar con mayor precisión el tipo de régimen fujimorista, Steven Levitsky lo utilizó como una de las referencias para desarrollar el concepto de “autoritarismo competitivo”. Sin importar la ideología, este tipo de régimen combina elementos democráticos con prácticas autoritarias que limitan la competencia electoral real.
La caída de su régimen ocurrió en el año 2000, tras una fraudulenta segunda reelección en la que no logró obtener la mayoría en el Congreso. La oposición democrática denunció al gobierno por comprar congresistas, entre ellos Alex Kouri Bumachar, Enrique Mendoza del Solar, César Acuña. Ante las evidencias, la oposición en el Congreso de la República asumió el liderazgo de la transición hacia la democracia, exponiendo la corrupción generalizada que había asolado al Perú durante la última década, lo que forzó a Fujimori a huir del país.
Dada la naturaleza de la transición peruana, al igual que en Argentina y Uruguay, se permitió que muchos miembros de las fuerzas de seguridad fueran procesados y condenados ejemplarmente por violaciones de derechos humanos. Sin embargo, en Perú también fueron procesados un conjunto de empresarios, funcionarios, ex ministros y militares de alto rango del gobierno de Fujimori por delitos de corrupción.
Ante el colapso de su gobierno, Fujimori intentó postularse al Senado en Japón, donde buscó protección al ser considerado ciudadano japonés. Derrotado electoralmente en Japón, Alberto Fujimori contempló regresar al país en 2005, al considerar que la debilidad de las instituciones y la crisis del gobierno de Alejandro Toledo le brindaban una oportunidad. Sin embargo, fue arrestado en Chile y posteriormente extraditado a Perú. Poco tiempo después, fue condenado en un proceso judicial ejemplar a 25 años de prisión por diversos crímenes relacionados con corrupción y violaciones de derechos humanos.
La herencia más tangible de ese nefasto periodo es el modelo económico neoliberal que dejó profundas huellas desde su implementación en 1992, a través de decretos, y posteriormente consolidado en la Constitución de 1993, que sigue vigente. Dejó como dogma la necesidad de mantener saludables los indicadores macroeconómicos, y el control del gasto fiscal para permitir el pleno desarrollo de una economía de libre mercado. Sin embargo, con el fin del fujimorismo en el poder, se inició una ola migratoria que llevó a más de dos millones de peruanos que abandonaron el país en busca de oportunidades.
El modelo fujimorista cuenta con salvaguardias que dificultan cualquier cambio sustancial en lo económico, a diferencia del modelo heredado en su momento por Augusto Pinochet en Chile, donde el sistema electoral binominal impedía el acceso real al poder de fuerzas políticas que buscaban modificar las estructuras del país. En el Perú, los mecanismos de control establecidos en la década de los 90 aún actúan como candados, limitando la posibilidad de desatar procesos que alteren lo establecido durante ese periodo.
De esa forma, la continuidad y reproducción del modelo se da con base a la exacerbación de la precariedad institucional en todas las dimensiones de la vida y una fuerte ideología de estado mínimo, que se ha traducido en una baja carga impositiva en comparación con otros países de América Latina. Este enfoque, que minimiza el rol del estado, tuvo consecuencias graves, por ejemplo durante la pandemia, ubicando al Perú como uno de los país con mayores tasas de muertes per cápita a nivel mundial. La falta de compromiso estatal en el sector de salud contribuyó significativamente a esta tragedia, evidenciando las deficiencias de un modelo que prioriza la reducción de impuestos sobre la inversión en servicios públicos esenciales.
El fujimorismo hoy es sinónimo de precarización e informalidad en las relaciones laborales. En Perú, la tasa de informalidad laboral se acerca al 80%, y el país presenta uno de los niveles más altos de pobreza cualitativa en América Latina. La mayoría de los peruanos está lejos de contar con un sistema de protección social adecuado, lo que refleja las deficiencias persistentes en el ámbito laboral y social que resultan del modelo económico y político heredado de esa época.
Para los procesos políticos que se desarrollan actualmente en América Latina, el fujimorismo nos advierte sobre cómo las sociedades pueden retroceder hacia el autoritarismo. La prevalencia de la ideología del autoritarismo de extrema derecha busca constantemente nuevas estrategias para expandirse, las cuales pueden generar entusiasmo momentáneo, pero dejan secuelas profundas. Esto pone en cuestión los fundamentos de la sociedad, abandonando un proyecto mínimamente civilizatorio y, con ello, el respeto a los derechos humanos.
*Carlos Ugo Santander es Cientista Político. Profesor e investigador asociado de la Universidad Federal de Goiás (Brasil). Doctor en Sociología por la Univ. de Brasilia (UnB). Postdoctorado en la Univ. de LUISS (Italia). Especializado en estudios comparados sobre América Latina.