La lucha política lleva muy bien puesto el nombre: es lucha, incluso en la mejor democracia. Y las relaciones personales no son fáciles, ni siquiera dentro de la fuerza política de la que participamos, mucho menos con nuestros adversarios.
Yo en los últimos meses he recuperado muchos contactos, conversaciones que se habían quedado por el camino, en algunos casos con rispideces. Es que afrontar batallas políticas en conjunto tiene esos efectos. Me refiero a la campaña por el sí en el referéndum contra los 135 artículos de la LUC y el choque con el actual gobierno que ha ido subiendo de tono, sobre todo a partir del nudo, de la red de delincuentes descubierta en el caso Astesiano, pero que es imposible despegar del affaire pasaporte y liberación de Marset. En ambos casos, las responsabilidades comprobadas son de la Presidencia de la República, el Ministerio del Interior, de Relaciones Exteriores y la dirección de Inteligencia. Además de varios mandos policiales.
A lo largo de mi militancia política de 60 años, también tengo y conservo amigos y contactos políticos de otras fuerzas políticas, blancos y colorados. De Cabildo Abierto conozco poca gente.
Algunos de esos amigos, muy amigos, los he perdido por su desaparición física, pero me quedan unos cuantos. Algunos que incluso en la dureza de los actuales cruces de opiniones, sigo conversando con ellos. Y me duele el momento que están viviendo.
No se lo deseo ni a mis enemigos ni adversarios, imaginen a mis amigos.
La cantidad de nuevos elementos que casi a diario aparecen en la escena periodística y política son muy grandes y muy graves. La imagen del gobierno empeora cada día, la reciente renuncia de Carolina Ache es una muestra de todo el mecanismo. Su sector, Ciudadanos, reconoce que le mintió al parlamento; ella da un paso al costado, pero el presidente le brinda su apoyo. Un fusible medio salta, porque está incandescente, y el primer mandatario queda prendido de él con las dos manos. Si está tan convencido de la inocencia de sus colaboradores cercanos, ¿por qué no asume su responsabilidad?
No solo eligió con pleno conocimiento del personaje a un delincuente como jefe de la seguridad de la Presidencia, sino que lo mantuvo dos años y medio e indirectamente lo defiende. ¿Por qué?
Esa pregunta ha surgido en varias conversaciones con mis amigos, y no solo del Frente Amplio.
Yo tengo el cuidado de evitarles a mis amigos de la Coalición —en lo posible— comenzar mis conversaciones con el escándalo Marset-Astesiano, pero en casi todos los casos son ellos los que muestran sus entrañas, su dolor, su vergüenza. No todos, algunos están en un prolongado silencio.
La política impone a veces tragos muy amargos, pero el peor de todos es cuando hay que comerse un sapo y una boa detrás de otra sobre la corrupción, sobre el desorden y hechos deplorables, que más que apariencia delictiva, son delitos evidentes a nivel de la actividad política. Me refiero a cuando suceden en las propias filas.
Cuanto más alto golpean y más hondo calan las situaciones, los chats, las contradicciones y declaraciones balbuceantes de algunos protagonistas, más difícil es la situación. Yo lo sé porque lo viví. Pero ni parecido con esto; el escándalo es el mayor que yo haya detectado en la historia política uruguaya y desgraciadamente nos aproxima a otras latitudes y países con este tipo de vergüenzas. Lo más grave de todo es que nos acostumbráramos a no tener vergüenza, a que la política puede y debe explicar todo y, si no, delegar todo en la Justicia.
La actual situación no es el resultado de la embestida baguala de nadie. Explotó y explota todos los días por directa responsabilidad de los que están involucrados y golpea a la mayoría de los uruguayos, frenteamplistas, blancos, colorados, cabildantes y de otros partidos y de gente sin partido.
Nos revuelve el estómago y el alma. Nadie quiere esto para el Uruguay, aunque aparentemente puede ayudarte partidariamente. Este es un camino peligroso de desprestigio de la política y el remedio no es callarnos, distraernos, tratar de repartir responsabilidades y barro: hay que denunciarlas con rigor, con seriedad, y exigir que se cumpla la Constitución, las leyes, pero también la decencia y la moral política. Y esto último no se lo puede pasar a la Justicia, es directa e inexorable responsabilidad de la propia política.
No queremos vivir en un país sin moral en la política, sin ética y sin memoria, todo para preservar el poder y utilizarlo de la peor manera.
Yo me solidarizo y comprendo la situación de muchos de mis amigos de otros partidos políticos que todas las mañanas se levantan, luego de haber visto los informativos de televisión en la noche, y deben ver los diarios, los portales, escuchar las radios. No me refiero solo a los que están vinculados a la política, sino gente de pueblo, vecinos, profesionales e incluso periodistas que nada tienen que ver con estos manejos y sus consecuencias.
Los que hablan de la “grieta”, cada vez que les conviene, deberían preocuparse por la grieta honda y cada día más ancha que están cavando con los ciudadanos comunes, incluso con los de sus propios partidos y con la moral republicana desde las más altas esferas.
Este tema de la sensibilidad humana y después política lo he conversado con varios de mis amigos y al principio no querían creerlo, luego quedaron azorados y ahora están indignados.
Lo peor de todo son los políticos que se empeñan en justificarlo todo haciendo referencia a las encuestas de opinión pública que supuestamente no reflejan el rechazo a estos actos injustificables y encadenados. Es el peor argumento, quiere decir que los uruguayos cada día nos parecemos más a otras realidades, donde estos escándalos son comunes, normales y asimilados por la gente. Esa sería una gran degradación de la democracia y de la cultura cívica de los uruguayos.
Asumamos que hay dirigentes políticos que, repartiendo barro en todas las direcciones, mintiendo descaradamente, tratan de “normalizar” estos atropellos a las leyes, pero sobre todo a la decencia política, a la propia identidad de la República. Y no se termina con Carolina Ache. Nadie puede creer que los ministros del ramo no sabían nada, incluso el presidente. De lo contrario, además, tendríamos que asumir que son unos ineptos e irresponsables.
Nunca quisimos creer que ninguna colectividad política uruguaya llevaba en su ADN la corrupción; ahora comenzamos a dudar.