Rodolfo Sarsfield*
Latinoamérica21

En el comienzo de La Odisea de los Giles —la estupenda película dirigida por Sebastián Borensztein (2019) e inspirada en el libro La Noche de la Usina (2016) de Eduardo Sacheri— el personaje principal de la historia, Fermín Perlassi (encarnado por el inigualable Ricardo Darín), presenta lo que será el argumento de este excelente largometraje. Buscando en el diccionario el significado de la palabra “gil” —un término muy despectivo en la jerga argentina—, Perlassi relata que, “según el diccionario, ‘gil’ ´es una persona lenta, a la que le falta viveza y picardía’ (…), aunque ya sabemos que [términos como] laburante, tipo honesto, gente que cumple las normas, terminan siendo sinónimos de gil (…). Pero un día, el abuso al que estamos acostumbrados los giles, se convierte en una verdadera patada en los dientes y uno dice ¡basta!”.

La oposición entre los honestos (los “giles”) y los deshonestos (los “vivos”) que la película sugiere no es nueva (a modo de rasgo de larga duración de la psicología política argentina) y tiene muchos antecedentes en los estudios de la ciencia política, la sociología y la historia, entre los que se destaca la conocida obra de Carlos Nino, Un país al margen de la ley. Así, el filme nos cuenta que, indignados ante la crisis del corralito de 2001, un grupo de amigos de una pequeña población rural de Buenos Aires decide emprender una muy arriesgada e incierta aventura para recuperar el secuestro de sus ahorros en dólares, en donde, además, hay funcionarios del banco del mismo pueblo implicados. Aunque el largometraje se estrenó en 2019 y hablaba sobre el ya entonces lejano corralito, no se puede evitar pensarlo como una metáfora casi anticipatoria de lo que ocurriría con el reciente resultado del ballotage en Argentina: a pesar de los miedos y la incertidumbre que generaba el candidato que resultaría ganador, la ira (la “bronca” en clave argentina) movilizaría a millones de electores a votar en contra de la propuesta política oficialista. La campaña de que Sergio Massa representaba a un artero y sutil engañador —consagrada con el adjetivo de “ventajita” con que Mauricio Macri lo bautizaría— parece haber tenido como una reverberación el invocar la idea, muy sensible y dolorosa para ciertos sectores, de que ser honesto, trabajador o respetuoso de las normas es de “giles”, es de tontos. Estos electores, hartos de esa visión (que muchos aún propugnan), habrían decidido votar en contra del “vivo” del ballotage, el “ventajita” Massa.

Como corolario de la idea de que parece haber sido la bronca, la emoción que catalizó buena parte del voto en la segunda vuelta (emoción que muchas encuestas y grupos de enfoque registraron en la previa a la elección), emerge el interrogante sobre la gobernabilidad de la presidencia de Javier Milei. Los cuarenta años de la relativamente joven actual democracia argentina testifican que, con excepción del gobierno de Macri, ningún partido o coalición no peronista pudo finalizar su mandato. La creciente polarización —tanto ideológica como afectiva— agudizada en el último tramo de la campaña electoral con mensajes fuertemente negativos de cada una de las dos fuerzas políticas respecto de la otra, no parecen augurar la formación de un gobierno que cuente con una base lo suficientemente amplia y consensuada. La polarización se observa no solo entre los partidos sino entre los ciudadanos. Los llamados a la resistencia en la calle de parte de diferentes actores económicos y sociales el día siguiente mismo de la segunda vuelta anticipan un panorama muy complejo en términos de gobernabilidad. Sólo a modo de un par de ejemplos entre otras expresiones —catalogadas como “golpistas” por parte de sectores afines a Milei—, el director del sindicato de Aerolíneas Argentinas, Pablo Viró, afirmaba que “si se quiere cargar a Aerolíneas, nos van a tener que matar”. Un día después, el sacerdote Francisco “Paco” Oliveira sostenía que “no creo que este gobierno dure cuatro años” y que “si votaste a Milei, no vengás a buscar comida acá”, aludiendo al comedor para personas indigentes que dirige en Merlo.

Cabe aquí tener en cuenta el punto de partida económico y social del que será el gobierno argentino a partir del 10 de diciembre. El presidente entrante recibe un país con reservas negativas en el Banco Central, una inflación del 140% con una proyección estimada de 300%, una importante distorsión de los precios relativos, catorce tipos de cambio frente al dólar, niveles de pobreza del 40 % y de indigencia del 15%, una deuda pública altísima no sólo con el Fondo Monetario Internacional sino con el llamado “swap” con China y con otras entidades públicas y privadas. Dada la escasez de dólares, Argentina ha tenido dificultades para importar desde productos primarios, hasta medicamentos fundamentales, insumos hospitalarios críticos y manufacturas que son claves para la industria automotriz.

El enorme esfuerzo realizado por el oficialismo para llegar a los comicios en condiciones competitivas electoralmente (algo que se logró con la llegada al ballotage de un ministro de Economía a pesar de las gravísimas dificultades producto de su propia gestión) se hizo apelando a políticas económicas caracterizadas por arduos problemas de inconsistencia temporal: se privilegió exclusivamente el presente para hacer recaer sus consecuencias en el futuro. Se trataba de llegar lo mejor posible a las elecciones para después ver. En los dieciocho meses del ministerio de Sergio Massa, la emisión incrementó la base monetaria en un 100%. Las políticas dirigidas a mejorar las chances electorales del candidato oficial costaron entre un 1.5 y 2.5 puntos del PIB argentino. Los recortes impositivos a los sectores más privilegiados en términos de ingresos, o los llamados “planes platita” ——como distribuir prebendas imposibles de sostener en el tiempo y que finalizaban (justamente) con la celebración de las elecciones— parecen haber puesto a este país frente a lo que Elinor Ostrom, Premio Nobel de Economía, llamase la tragedia de los comunes: si una aldea tala todo el bosque hoy, llegará un momento en el que ya no habrá árboles que talar.

El margen de maniobra del gobierno entrante es muy reducido. No parece exagerado afirmar que, fruto de los resultados de la llamada “dependencia de la trayectoria” (o path dependence), los casi veinte años de gobiernos kirchneristas han llevado a Argentina a una situación en la que los problemas estructurales y no sus gobiernos son quienes “gobiernan”. El país no crece económicamente desde 2011 a pesar de los años dorados de las commodities que caracterizó a los primeros gobiernos de los Kirchner. Un inmenso desbalance entre el énfasis puesto en la redistribución y el maltrato hacia la producción está en la base del drama que recibe este gobierno. No puede haber redistribución si no hay qué distribuir. La tarea fundamental de la política es sobre como satisfacer deseos infinitos con recursos finitos. Buscando perpetuarse en el poder, el kirchnerismo deformó y banalizó la larga tradición de afinidad con la centro-izquierda que ha caracterizado largamente a amplios sectores en Argentina. Con sus políticas, invirtió los incentivos, favoreciendo al no-trabajo (los “vivos”) y perjudicando al trabajo (los “giles”).

La expresión de un “basta” rotundo de parte de la mayoría del electorado ante un presente insoportable y en favor de un cambio es un capital muy importante, aunque podría desgastarse rápidamente. La luna de miel podría durar poco si no hay un esfuerzo de comunicación, didáctico —casi rousseauniano— de explicar los objetivos a mediano y largo plazo que persiguen los dolores iniciales, que serán importantes. No se podrá apelar a eslóganes fáciles —ni irresponsables— como ocurrió en la campaña electoral. La paciencia social no da más. En términos de políticas, habrá que pensar en procesos de diferentes temporalidades que deben darse simultáneamente: responder a las urgencias más acuciantes hoy, al mismo tiempo que reducir el déficit fiscal en lo inmediato es sólo uno de múltiples desafíos ciclópeos que emergen en el horizonte.

Milei deberá, al mismo tiempo, satisfacer las demandas por las que fue votado, así como contener la protesta de sus opositores, no siempre democráticas ni pacíficas. Las catorce toneladas de piedra contra el Congreso durante el periodo de Macri es un antecedente amenazante. Como en la película de Berensztein, Argentina se enfrenta a una verdadera odisea. Da la impresión de que será muy difícil —en lo que parece no sólo un problema económico sino una disputa cultural—, que el gobierno electo pueda responder a las postergadas demandas de los “giles” al mismo tiempo que incluir a aquellos sectores que, fruto de políticas mal concebidas y de la falta de oportunidades —junto a una extensa y profusa narrativa—, se acostumbró a concebir a la política como el equivalente a un Estado que todo lo provea y a la economía como un reino de bienes infinitos. Éste parece ser un inmenso desafío. La gobernabilidad, y más aún, la propia paz social, están en juego.

Rodolfo Sarsfield es profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Querétaro. Actualmente, es becario de la Fundación Carolina y Profesor Visitante de la Universidad Complutense de Madrid. Es miembro de WAPOR América Latina.