Por Julián Kanarek | @julian_kanarek
La política ha sido de las actividades humanas que más ha interiorizado, y explotado, la capacidad de las emociones de modificar conductas. Ya no es una novedad que las campañas y los liderazgos se construyen en torno a los vínculos emocionales que los ciudadanos (votantes) entablan con los líderes (candidatos) que aspiran al poder.
Cuando pensamos en campañas emocionales tendemos a imaginar candidatos y candidatas cercanos, afables, empáticos en maratónicas recorridas por barrios y ciudades con alegría, abrazos, fotos y cercanía.
Pero olvidamos el principal motor emocional que utiliza la política en estos tiempos de redes, manipulación de información y desconfianza: el miedo. Dice Manuel Castells que el miedo es la emoción política más potente.
Con el foco discursivo puesto en el otro, la centralidad del mensaje a transmitir ha mutado de las razones por las cuales elegir una candidatura o partido a las razones por las cuales no elegir otra candidatura o partido. Esto se desarrolla hoy en los laberintos algorítmicos de las redes sociales que privilegian fricción o enfrentamiento y se acelera con hordas de bots y trolls exponiendo en tiempo real las conductas condenables del político de la vereda de enfrente. La apelación al miedo de que gobierne el otro y las adversas consecuencias que ello traerá guían el discurso de la política día a día.
La máxima expresión de los relatos de otredad son políticos que aún en el ejercicio del poder siguen explicando su accionar en contraposición con sus antecesores o adversarios. Sobran ejemplos en el mundo de este tipo de liderazgos.
Este fracking emocional que lleva a lo más profundo de las conductas, interpela la autoridad con la que la política y los políticos deben gestionar la comunicación de riesgo. Si la cultura del miedo es el ámbito natural en el que se desarrolla la batalla discursiva, cuando requiramos de esta emoción para provocar un cambio conductual (con objetivos sanitarios por ejemplo) la tarea será mucho más ardua. Al banalizar el miedo, convirtiéndolo en hábito y herramienta argumental, se socava el principio de autoridad con el que se deberá alertar a la ciudadanía del riesgo latente en tiempos de crisis.
El hábito acarrea aburrimiento y desatención. Las crisis requieren de mensajes claros, jerarquizados, respetados y respetables por el emisor y el receptor. La comunicación de riesgo debe apelar a la excepcionalidad para promover un cambio conductual real.
La política y su administración del lenguaje construyen un sentido de las cosas que, por rutinización, puede destruirse a sí mismo para cuando lo necesitamos realmente. Nunca es tarde para mejorar la forma en la que discutimos. Hay argumentos mejores, hay emociones mejores que el miedo para construir comunidades, para atraer apoyos.
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