El 7 de octubre de 2023 cambió el mundo. Volvió a cambiar el mundo.
Hubo una masacre de seres humanos por parte de otros seres, supuestamente de la misma especie.
Si Hamás no era hasta ese momento un grupo terrorista, pasó a serlo sin ninguna duda. Y el mundo así debe sancionarlo.
En las primeras horas y días el apoyo al pueblo israelí —por más que en el acto terrorista había víctimas de 36 nacionalidades— fue total. Pero con el paso del tiempo, con el ejercicio de defensa que hizo Israel, el discurso público mundial fue cambiando.
Todo empezó a relativizarse. Se llenaron de fake news, de falsos relatos, de justificaciones, de eufemismos para no llamar terroristas a los terroristas.
Acusaciones en otros países de genocidio por parte de Israel con la connotación que todo ello conlleva.
Ahora ya no se quiere matar el cuerpo. Se quiere matar el alma. Y es hora de revivir el alma de Israel.
El gobierno israelí enfrenta quizás el dilema más grande su historia.
Israel no es el culpable del “conflicto”, no es el culpable de que los terroristas usen niños como escudo, que usen hospitales como centros de guerra violando todo el derecho internacional de la guerra.
Si Israel no tuviera su tecnología de punta como la cúpula de hierro, serían miles los muertos por los miles de misiles que Hamás lanza a diario. Las propias autoridades —electas— de Hamás han reconocido que la ayuda humanitaria es transferida para el gasto militar en su guerra santa.
Durante estas semanas hemos visto como se han hecho marchas incitando al odio, y más aún, sin pudor alguno hasta se ha otorgado el máximo galardón de fotoperiodismo en EE.UU. a un fotoperiodista palestino que, según afirmaba, tenía conexiones públicas con Hamás y conocía de antemano los planes de Hamás de atacar Israel el 7 de octubre. Según el consulado israelí en Nueva York, esto envía un peligroso mensaje de que el reconocimiento periodístico puede estar totalmente divorciado de cualquier apariencia de ética. Hemos asistido a marchas y acciones celebrantes del odio y la muerte que nos debería cuestionar como individuos y como sociedad.
Hay una postura errada en muchas personas, afirmando que todas las opiniones son respetables. No. No todas las opiniones son respetables. Hay opiniones malditas y hay opiniones que son delito. Pero más allá de eso, son estos los momentos en los que Occidente debe reaccionar.
“Occidente” como espacio geopolítico ha claudicado pero los occidentales no. La resolución que hizo la ONU pidiendo el cese al fuego sin exigir la liberación de rehenes civiles, tiene un componente de políticas “locales” tanto en EE.UU. como en Israel. No es momento de eso.
Quienes no comprendan que Israel es hoy la espada de Occidente frente a las acechanzas del islamismo extremista y que el peligro no es militar ni geopolítico, sino cultural y civilizatorio, no han aprendido de la historia; y lo peor, nos colocan a todos en absoluta indefensión.
Esto lo advirtió mucho más claramente durante la Segunda Guerra Mundial el autor austríaco Karl Popper con la paradoja de la tolerancia. ¿Podemos tolerar a los intolerantes absolutos? ¿a dónde nos llevaría? El predicamento de Popper es claro: el avance de la intolerancia —del odio, del rechazo y la anulación visceral a la existencia del otro— termina acorralando a la tolerancia y los tolerantes. Gana la intolerancia porque no tiene escrúpulos. La intolerancia, como el odio, no tiene ni alma ni moral.
Jhon Rawls, menos drástico que Popper, decía que había que tolerar al intolerante, porque si no, también se volvería intolerante. Pero él, al igual que Popper, también admitía límites: la supervivencia. Y eso enfrenta Occidente hoy, empezando por su punta de lanza: Israel.
Quienes ofician como gendarmes globales no pueden hacerse los distraídos ante el peligro de supervivencia que enfrenta el mundo. Hoy es Israel, pero el peligro está diseminado. El terrorismo extremista es el mayor peligro del mundo occidental hoy.
Se ha dicho que el gobierno de Israel es belicista, que su primer ministro Benjamín Netanyahu se apoya en la guerra como sostén político. Parece un tanto injusto que un mundo que conoció dos bombas atómicas, que sufrió la Guerra Fría que fue bastante caliente en nuestros continentes, cuestionen a quien ha sido en extremo selectivo en la retaliación de la masacre a su pueblo cuando tiene el poder de no serlo.
Los chicos asesinados y secuestrados no han sido responsables de nada. Sus padres —algunos— han podido enterrar sus restos, otros ni siquiera eso, y aún esperan saber la suerte de sus familiares. Con todo ello, ¿puede haber alguna duda o justificación para discutir quién tiene moral y alma y quién no? Israel como nación tiene que mantener viva su alma, sobre la memoria de sus caídos.
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