El tornero de la esperanza, como califiqué al varias veces presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, fue el primer mandatario de una de las naciones más importantes del orbe en atreverse a calificar de genocidio, la matanza de civiles, de niños, mujeres y ancianos, ejecutada por el poderoso ejército israelí. ¿De qué otra forma puede calificarse el asesinato de 40 mil civiles inocentes, desarmados, cuyas viviendas fueron pulverizadas, cuyos alimentos y medicinas fueron interdictos, y cuyos precarios refugios en Rafah, están amenazados también de destrucción.
Vanos han sido los llamados de todos los países del mundo, incluido el mayor aliado de Israel, los EE.UU., a detener la matanza. El G20 reunido hoy en Brasil no puede ignorar este suplicio colectivo.
No tengo dudas que Hamás ingresó en tácticas terroristas al asesinar a seres humanos no enrolados en el ejército israelí.
El terrorismo indiscriminado pierde a quien lo utiliza. Gira sobre sí mismo como una noria sin alcanzar nunca su fin. Lenin lo advirtió al pie del patíbulo de su hermano, que había elegido el terrorismo como arma errónea para terminar con el absolutismo.
Si Hamás, con todo el derecho a combatir al ejército ocupante de sus tierras, logró penetrar el 7 de octubre pasado, los tecnificados e inexpugnables muros que los protegen, y cometen el crimen de asesinar civiles indefensos, por más ocupantes ilícitos que para ellos fueren, es considerada una organización terrorista, cómo calificar al ejército israelí cuya punición al día de hoy se traduce en “40 por 1, y no quedará ninguno”. Cuarenta civiles gazatíes ejecutados por cada civil israelita asesinado por Hamás, ha sido hasta ahora la respuesta de Netanyahu quien anuncia más crímenes de guerra, y la demolición total de esa franja de solo 365 kilómetros, hoy convertida en escombros, donde se hacinan más de 2.200.000 seres humanos.
El cuarto ejército más poderoso del mundo
“Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”, decretó el legado papal Arnaud Amaury en aquel lejano 1209 cuando comenzó la masacre de los albigenses.
Similar pensamiento parece impregnar las órdenes del cuarto ejército más poderoso del mundo, el del Estado de Israel, cuando conduce a la muerte sin misericordia a miles de niños, mujeres y ancianos, en la atormentada franja de Gaza. Netanyahu parece querer hacer suya la consigna de la organización derechista Katch: “Hay que ahogar a los palestinos en el Mar Muerto que es el punto más bajo del planeta”.
“Ha llegado el momento de los monstruos” decía en Quaderni del carcere, el notable Antonio Gramsci refiriéndose a los nuevos tiempos de la humanidad. Pensamiento que bien cuadra con el horror desatado en Gaza por un gobierno que traiciona las mejores tradiciones hebreas, de paz, solidaridad, justicia y compasión que durante siglos ha dado suficientes pruebas el perseguido pueblo judío.
Me duele escribir este artículo. Tengo muchos amigos judíos. La mayoría son de izquierda pero otros no lo son y en todos encontré inteligencia, solidaridad, humanismo, amor a la vida. Hoy no encuentran palabras para justificar lo injustificable. Algunos de ellos son más implacables que yo para condenar este genocidio. Desde la década del sesenta cuando accedí al tema, defendí el derecho a la existencia del Estado de Israel. Siendo admirador de Gamal Abdel Nasser por la dignidad de su enfrentamiento contra la monarquía egipcia y contra las dos naciones más poderosas de Europa, Inglaterra y Francia, a las que derrotó con valentía e integridad, al igual que lo hizo Juan Manuel de Rosas en la Vuelta de Obligado, en otras épocas de soberanías sin doblez, me opuse sin titubear a la coalición árabe que él lideró para arrojar a los judíos al mar. Fue un error histórico que Nasser pagó muy caro. A partir de esa insensatez, mi admiración por el héroe de Alejandría, fundador del Partido Unión Árabe Socialista y nacionalizador del Canal de Suez, comenzó a languidecer. Mi defensa de la existencia del Estado de Israel no abrevó en el mito de un señor al que nadie vio, que según Abraham le dijo que Palestina era la tierra prometida para los judíos, legitimando así la masacre de los cananeos, tampoco abrevó en el autoritarismo de la pérfida Albión, repartiendo por la fuerza un territorio sin consultar o proteger a pobladores que vivían en esas tierras durante siglos. Mi defensa del nuevo Estado se basó siempre en el derecho moral que cientos de miles de judíos perseguidos y en diáspora de pueblo errante, ostentaban para vivir pacíficamente en una tierra inhóspita, poco poblada, en la que vivieron generaciones enteras de sus antepasados tras ser expulsados por egipcios, babilonios, romanos, otomanos y tantos otros exponentes del derecho de los fuertes. La inteligencia y el tesón hebreo y la convivencia pacífica entre los dos pueblos semitas transformarían el páramo en vergel. Nadie imaginó la guerra que desataron apenas pisar “tierra santa” para desalojar a sus primitivos habitantes, transformando el páramo pacífico en un vergel infernal.
¿En qué se transformó el ADN judío de la paz?
La administración Netanyahu y sus seguidores tienen infectada el alma con el virus incurable del nacionalismo, el expansionismo, que culmina en el hubris griego, que será su perdición.
El mismo virus que se desencadenó contra ellos y que hoy es reproducido en el Estado hebreo mimetizándose en una enorme nube tóxica que se introduce en todos los pliegues de la “tierra prometida” conduciéndola a la distopía, negándole el maná del utopos, el lugar que no existe.
Ya se los advirtió el padre judío de la teoría de la relatividad, Albert Einstein: “El nacionalismo es una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad”.
¿En qué se convirtió el ADN judío de la paz, el ADN de la libertad buscada durante siglos? La libertad no puede ser fecunda para los pueblos que tienen la frente manchada de sangre, decía Martí con razón cuando ofrendaba al mismo tiempo su vida por la libertad del pueblo cubano.
El Likud y sus aliados afirman poseer la solución final para terminar con los misiles de Hamás, que de mil lanzados llegan solo un 15% y con pólvora seca y de casualidad han terminado con la vida de un israelí aislado. También creen que con esta hecatombe terminarán con Hamás y sus incursiones sorpresivas, sin darse cuenta de las lecciones de la historia, que enseña que eliminando seres humanos y no las causas del enfrentamiento, solo generará más Hamás y más odio. Quieren salvar la situación y terminan actuando más como pirómanos que como bomberos. Con sus métodos de extermino han convertido a Israel en un sudario en el que creen envolver el cadáver de Hamás todos los días. Y lo único que han logrado es mantenerlo vivo ante el pueblo palestino, con el oxígeno del odio que ellos mismos le proporcionan. Sin el Likud, Hamás quizás no existiría. Y sin Hamás, al Likud se le terminaría su discurso belicista y tendría que dejar paso a las fuerzas más racionales de su nación, que hoy claman por la destitución de Netanyahu, quien solo se mantiene con la excusa de la guerra. Se asemeja a Cayo Mario, aquel gran político y estratega militar romano, Cayo Mario, enfrentado a los optimates, que le decía al Senado que “con el ruido de la guerra no oigo el de las leyes”.
El Estado de Israel se está alejando a pasos agigantados del homo sapiens que supo construir y está ingresando en la tierra del homo demens, de la que no se sale indemne ante la historia.
“Lo más atroz de las cosas malas, es el silencio de la gente buena”
Y lo más grave de esta estulticia internacional es que germina con fuerza ante la debilidad moral de Naciones enteras, instituciones, magistrados y mucha gente que tolera la ignominia.
Penetran muy hondo en mi conciencia las palabras de Gandhi, que con la sola fuerza de la no violencia puso de rodillas al imperio británico: “lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.
Ha llegado la hora de desperezarse. Europa mira horrorizada la matanza pero no hace nada para detenerla, mientras la ONU condena vanamente un día sí y otro también a Israel, que se ha convertido en el Estado que más sanciones ha recibido del organismo mundial desde que éste fuera fundado en 1948. En estas semanas el orden del día del planeta Tierra, está ocupado por la jihad israelita.
Y solo hay una salida: dos pueblos, dos naciones, dos Estados.
Netanyahu ya declaró que no aceptará su existencia. Y el presidente Herzog, que años atrás decía que la única solución era la existencia de dos Estados, también se echó atrás ante la expectativa de la ocupación total de Gasza. Antes eran los palestinos los que no aceptaban que existiera el Estado de Israel, ahora son los hebreos los que les niegan ese derecho a los palestinos, derecho legítimo impulsado por todos los países del mundo.
Israel no la aceptó ya en 1948 cuando las bandas nacionalistas se dedicaban a matar a los descendientes de los cananeos que habitaban desde hacía siglos esas tierras, que el Protectorado británico les cedió con condiciones que incumplieron y que los llevó incluso a enfrentar a mano armada a sus donantes. Y si no que lo diga el Conde sueco Folke Bernadotte y su ayudante el coronel de la fuerza aérea francesa, André Serot, mediadores de las Naciones Unidas, asesinados a tiros en Jerusalem por un comando sionista de la organización terrorista Irgun, y pistoleros de la banda Stern, famosa por sus crímenes punitivos contra los pastores árabes, autora de la masacre de la aldea Deir Yassin, donde fueron fusilados sumariamente en una cantera de piedra, 50 niños y mujeres y 150 aldeanos palestinos. Bernardotte, un aliado de los judíos en la Segunda Guerra Mundial, antinazi militante, pagó con su vida, la redacción de su informe a la ONU denunciando la destrucción sistemática en 1948 de las aldeas árabes y la transformación por la fuerza de sus 750 mil habitantes en parias y refugiados. También violaron las fronteras pactadas con sus propios protectores. Basta con ver el mapa de 1948 y el actual para percibir la desigualdad territorial entre los semitas árabes y los semitas hebreos. Y por si esto fuera poco la colonización forzada israelita sigue implacable tragándose lo poco que les va quedando a los descendientes de Canaan, incluso obligados a vivir con su territorio partido en dos.
Gadolhashalom, hermanos, gadolhashalom
Israel con su fulminante blitzkrieg, maquillando su deseo oculto de lebensraun, el maldito espacio vital que tantos males ha ocasionado a la humanidad, lo que obtiene es precisamente debilitar a la moderada Autoridad Palestina, fortalecer a la implacable Hamás.
Mientras tanto, desde estas tierras no podemos quedarnos de brazos cruzados, como meros espectadores de una matanza al estilo medieval.
Una Comisión de Notables, que levante la bandera de Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz donde toda su familia fue asesinada. Elie Wiesel recibió el Premio Nobel de la Paz y transformó su grito de “Gadolhashalom” (Grande es la Paz) en la expresión más importante de la lengua hebrea.
Nada se pierde en intentarlo. Gadolhashalom, hermanos hebreos y palestinos. Gadolhashalom.
El homo sapiens no puede dejar crecer al homo demens.
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