En nuestra sociedad se ha instalado desde hace ya muchos años una violencia de carácter estructural hacia niños, niñas y adolescentes. Es el sector más desprotegido, con mayor pobreza, menor acceso a la salud, la salud mental, quienes tienen peores condiciones de vivienda y que más sufren abusos a nivel intrafamiliar. Son quienes tienen menos transferencias desde el Estado y es el sector en el que, en un contexto de recuperación económica, aumentó la pobreza.

En particular adolescentes y jóvenes están en una situación de fragilidad. Mientras son empujados a sumergirse en el mercado de consumo, como forma de inserción en la sociedad, no tienen las condiciones mínimas para acceder a su disfrute, mucho menos a independizarse; tienen acceso a la información, pero no son parte de las decisiones que toma la sociedad en torno a sus vidas. Además, por si todo esto fuera poco, probablemente sea el sector que más padeció la pandemia. Recordemos que los centros de estudio estuvieron cerrados, que las actividades culturales, deportivas y recreativas estuvieron limitadas.

Privados de lo más importante como la socialización entre pares, el aislamiento profundizó los problemas de comunicación, violencia y salud mental. No debería extrañarnos la multiplicación de las situaciones violentas tanto en actividades recreativas como en los centros de estudio. Son los síntomas de que los adultos estamos haciendo las cosas muy mal para los jóvenes y adolescentes. No sólo no los escuchamos, tampoco los entendemos.

Lamentablemente, en este último año se han viralizado diferentes situaciones de violencia en varios centros de estudio; no es que antes no ocurrieran, pero parecería que vienen en aumento. Para conocer las acciones desarrolladas por la Dirección General de Secundaria hemos cursado un pedido de informes a las autoridades pero aún no hemos tenido respuesta.

Fui estudiante del Liceo Manuel Rosé, allí cursé parte de mi formación docente y también fui profesor. Me duele mucho que un centro educativo, del cual me siento parte, sea conocido por este tipo de situaciones. Es probable también que las redes sociales amplifiquen situaciones que antes ocurrían y no nos enterábamos, pero eso no significa que tengamos que mirar para el costado. Lo que vimos en el liceo Rosé se repite en el Zorrilla, la Escuela Figari, el Liceo 9 de Colón, el Liceo 41 de Cerrito, el Dámaso y también en el interior del país, pero parece que estamos anestesiados.

En educación no hay soluciones mágicas, no las había antes siendo gobierno y no las hay siendo oposición. Lo que no cabe duda es que se necesitan una serie de medidas mucho más potentes que las que las autoridades vienen desarrollando. No es un problema de seguridad que se resuelve con un policía en cada centro educativo. Es un problema de convivencia, de inserción y del rol que juegan las instituciones educativas en los barrios.

El patrullaje y la presencia policial en las inmediaciones de los centros educativos puede ser un elemento disuasorio, pero de ninguna manera resulta una solución a esta problemática. Las respuestas deben salir desde el propio sistema educativo con apoyo y soporte del resto del aparato del Estado en conjunto con las comunidades educativas, la sociedad civil y las organizaciones territoriales, en articulación con las políticas sociales.

En este contexto, por ejemplo, se hace aún más necesaria la existencia de equipos multidisciplinarios para contener los emergentes, acompañar a los estudiantes y orientar a los planteles docentes. Las heterogéneas problemáticas que enfrentan las y los profesores dentro de las aulas requieren de un acompañamiento especializado, profesional, presente y permanente. Los equipos itinerantes que visitan los centros ante una situación puntual no son una solución para los problemas que estamos observando.

El papel de la portería también juega un papel esencial para un funcionamiento adecuado de las instituciones, agregan seguridad a la comunidad educativa, pero tampoco es la solución definitiva.

Se necesita una multiplicidad de acciones a nivel educativo que van desde actividades extracurriculares, que son esenciales para mejorar el relacionamiento interno en los centros y que luego impactan en el desempeño académico, así como acciones orientadas al entorno de los centros educativos para mejorar la convivencia y el relacionamiento con el medio.

Para estas cosas se necesita invertir. Entonces llama la atención que cuando, en medio de la pandemia, señalamos que era necesario reforzar los equipos multidisciplinarios en los centros educativos, se nos dijo que no había recursos y sin embargo ese año la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) devolvió millones de pesos sin ejecutar, fruto de los ahorros provocados por la no presencialidad. Decidieron no invertir y ahorrar unos pesos; en la actualidad estamos padeciendo las consecuencias de esos ahorros.

Creemos que es indispensable comenzar, y en algunos casos retomar, políticas de apertura e integración de los centros con sus barrios y su gente. Necesitamos instituciones insertas en su territorio con actividades que involucren a la comunidad, apuntando a mejorar la convivencia. Es necesario articular con otros organismos del Estado para generar actividades que acerquen a los centros educativos con sus vecinos, asegurando el derecho a la educación.

Hay muchas experiencias exitosas en este sentido, tanto Brasil como México implementaron programas para enfrentar este problema, han abordado de manera integral las vicisitudes del mundo adolescente, abriendo los centros educativos para actividades sociales, culturales y recreativas, generando talleres sobre violencia o analizando las diferentes situaciones con los propios estudiantes, actividades de bajo costo que tienen enormes impactos comunitarios. No es lo único que se puede hacer, pero es un camino ineludible si no queremos seguir expulsando todavía más adolescentes.

Las soluciones planteadas por las autoridades, una vez más, son insuficientes. La ANEP sigue recortando donde se necesita, pero invierte en publicidad para la reforma educativa. El Estado en su conjunto elimina y cercena políticas públicas dirigidas a acciones sociales, culturales, de salud, de vivienda, de alimentación e inserción. Parte del problema es que han decidido no hacer, y dejar en la más absoluta soledad a los jóvenes, familias, docentes y comunidades educativas. Los resultados los estamos viendo y la violencia es una expresión más de la desigualdad creciente.