En estos días escuché tantas estadísticas sobre suicidios, sobre soledades, incomprensiones, vidas que se vacían, que no quiero ni siquiera citar los números. Me asustan y deberían asustarnos a todos.

No es solo el efecto de la pandemia, de los encuentros personales frenados, de la falta de aglomeraciones pequeñas, medianas o grandes. Eso es solo una parte, importante, visible, que a cada uno lo ha golpeado de manera diferente. A algunos con la muerte de seres muy importantes para sus propias vidas, para su tránsito acompañado por este mundo cada día más solitario.

La soledad se expresa de muchas otras maneras que por el aislamiento de la pandemia. No busquemos respuestas fáciles, ahondemos en nosotros mismos, en nuestro entorno. Es una de las peores afecciones de estos tiempos.

Se puede estar solo físicamente, encerrado en el mundo-corral que cada uno de nosotros se construye o podemos estar rodeados de gente y de soledades simultáneamente. Se puede estar solo en medio de la muchedumbre o incluso de la familia.

Si no logramos compartir, sentir que una parte de nuestra vida le importa a otros y que viceversa otros seres humanos son parte de nuestra sensibilidad, de nuestra vida cotidiana o de nuestros proyectos y de nuestra trayectoria por este mundo, estaremos irremediablemente solos.

La soledad te consume, te sumerge en los detalles de las cosas y le quita al horizonte los colores y los perfumes de las aventuras, los nuevos objetivos y sobre todo va lentamente vaciando tus sentimientos, haciéndolos banales. Y el tiempo no transcurre, es una repetición aburrida y sin expectativas.

La soledad te atrapa de a poco y se va metiendo en tus sentimientos, en tus preguntas sobre el significado de tu vida, sobre tus afectos. No se resuelve solo por los vínculos obligados por el parentesco, por las obligaciones sociales. La amistad, el compartir es un proceso mucho más complejo, es ser capaces de compartir los sentimientos, los dolores, las alegrías, las banalidades.

Es en cierta manera construir identidades compartidas, donde cada uno aporta una parte de su propia vida para forjar un territorio de amistad, de compañerismo, para saber dónde hay que ir para encontrar un refugio ante la soledad.

Todas las cosas son diferentes en soledad y para batirla no hay recetas, debe ser una de las experiencias vitales más subjetivas. Es como el vino, la soledad y su adversaria son diferentes para cada uno de los seres humanos. Cada refugio se construye con materiales diversos.

Hay momentos de nuestras vidas que necesitamos estar solos, tener un espacio para mirar dentro nuestro de forma implacable, para descubrir dónde estamos y hacia donde podríamos ir o huir. Pero esa no es la soledad. Es la diferencia entre un necesario chorro de individualidad, y el goteo permanente y destructivo que te va herrumbrando el alma y las ganas de vivir.

La soledad puede disfrutarse, puede haber momentos en que realmente necesitamos encerrarnos en nosotros mismos y pensar, y sentir, y soñar o descargar nuestras broncas y frustraciones. El problema es cuando se transforma en una forma de vida, una herrumbre que nos separa de los demás, que nos hace más egoístas. Uno de los primeros síntomas es cuando responsabilizamos a los demás de nuestra soledad, aunque lo callemos.

Los refugios, pequeños o grandes contra el flagelo de la soledad se construyen, hay que hacer esfuerzos, compartir dolores y frustraciones para poder llegar a las alegrías. El simple transcurrir de las horas cotidianas, no asegura nada, al contario puede construir los cimientos de la soledad, que no se anuncia hasta que está bien instalada.

La soledad no está institucionalizada, no se frena con el matrimonio, con el noviazgo, con la familia, con las barras pasajeras, con los compañeros de trabajo o de estudio. Ese es solo el escenario donde construir las derrotas de la soledad. Pero exigen atención, voluntad y afrontar riesgos.

Hay desvíos y cortadas que por un instante pueden ilusionarnos, pero ella estará allí, creciendo como una hiedra. El alcohol o las drogas son los más comunes. Hay algunos más definitivos. Todos tienen una gran dosis de cobardía. Aunque seguramente los sicólogos, los psiquiatras me insulten por este diagnóstico, por este adjetivo tan simple y drástico. A veces las cosas más profundas del alma humana tienen explicaciones simples y brutales.

La amistad, la fraternidad, el compañerismo, el compartir se basa en un enorme esfuerzo por aceptar a los demás, por conquistar espacios a base de sensibilidad, de saber escuchar y saber decir y compartir.

Soledad es nombre de mujer, pero los hombres somos las mejores presas para sus asechanzas.

No todas las épocas fueron iguales, este es un tiempo de soledades, de técnicas de la soledad, de pequeños adminículos brillantes que pueden construir cercos infranqueables o la ilusión de contactos y amistades estándar y egoístas en el éter.

La velocidad con la que afrontamos las curvas de nuestras vidas, los sacudones que recibimos, pueden darnos la sensación de que estamos acompañados y sin embargo si nos detenemos por un instante comprobar que estamos solos, que no hemos sido capaces de construir puertas donde golpear para compartir y derrotarla. No hay derrotas definitivas, ella está allí, agazapada, esperándonos, asechándonos, porque se alimenta de nuestra mayor debilidad, el egoísmo de no salir a dar la batalla por compartir con otras soledades, con todo el esfuerzo y los riesgos que se deben asumir.

La única manera de derrotarla es unir más de una soledad y compartirlas con generosidad e inteligencia.

La vida es una maravillosa oportunidad o una ruta yerma y estéril. Depende todo de nosotros, de nuestra generosidad con los otros y con nosotros mismos.