Sobre mi columna anterior “La izquierda y la calidad”, me quedaron muchos temas pendientes y muchas señalaciones valiosas de compañeros, compañeras y amigos.
Es parte fundamental de un debate histórico con la derecha, casi al nivel del tema de la libertad, pero se entrelazan, porque no hay calidad posible y plena sin el goce de la libertad creativa, de expresión, de organización. La libertad más amplia.
Son temas que no se pueden separar. Aún las pasiones más profundas, más hondas de la lucha por los cambios, por la justicia social, por la revolución, no pueden sustituir, aplacar a la libertad como el terreno fértil de la calidad creativa en todos los órdenes de la vida. La creatividad, la calidad impuesta, limitada, aun invocando los supuestos y supremos valores revolucionarios, siempre estará comprimida o en definitiva chocará contra esos límites ideológicos impuestos por el sistema. La historia de estas contradicciones es uno de los aspectos más interesantes, más aterradores, más miserables de la historia del arte, de la cultura, de la creación y su calidad, y de las propias causas transformadoras.
La burocracia no solo tergiversa y derrota los proyectos de cambios y revoluciones, sino que aplasta la libertad creativa, la calidad en el sentido más amplio.
Voy a tomar un ejemplo, importante, que no incluí en la nota anterior: la vida en sociedad, la vida en las ciudades, en las comunidades. La izquierda, la revolución, el cambio tuvo siempre una fuerte tradición de que las ciudades, las comunidades, sean una prueba de fuego de su lucha por la calidad, su lucha por formas mejores, más humanas, más plenas de vida.
Ni las casas, ni los servicios, ni la transparencia política, ni la moralidad, ni la salud y muchas otras prestaciones pueden aislarse, están profundamente vinculadas a las ciudades, no solo ni principalmente en cantidad, sino sobre todo en calidad y equilibrio.
El urbanismo, la arquitectura en su conjunto, es decir la relación entre las casas habitación, los edificios públicos, las zonas de esparcimiento, los monumentos de identificación de una ciudad, los quioscos parisienes, los museos y teatros, los propios comercios, las rutas y las avenidas y calles, son una medida fundamental de la calidad de vida y de la libertad.
No hay calidad de vida viviendo encerrados en un castillo, o una magnífica casa, rodeados de decadencia, de mugre, de embotellamientos, sin verde, sin naturaleza, sin lugares de cultura y arte. Las ciudades son una prueba de fuego, inexorable.
La batalla por las ciudades, por su administración en Europa, en América Latina, en China, Japón, Corea, Cuba, Estados Unidos, Canadá, países de África y Asia, han sido territorio, no solo partidario sino cultural, intelectual de disputa. Bienvenido sea, de ese choque surgieron progresos, avances, diseños autónomos y propios que nos permitieron avanzar pero también decadencias.
Uruguay es un ejemplo muy claro, en Montevideo y unas cuantas ciudades del país. El estado de bienestar de los años 20 y 30, hasta la decadencia de 1950, están directamente relacionados con las corrientes migratorias, pero también con la explosión del urbanismo, del diseño de la capital, de sus grandes obras, de sus servicios: la limpieza, el transporte, la salud, la iluminación, los paseos, los monumentos, las casas habitaciones, las escuelas, liceos y universidades, los hospitales, los museos.
¿Podríamos vivir, sobrevivir sin ese legado? ¿Podríamos tenernos el respeto que todavía nos tenemos sin ese tejido impresionante de talento y de visión del presente y del futuro, de estilos y de creaciones?
La izquierda en la capital ha sido un péndulo y debemos admitirlo. Todavía nos falta mucho, pero realmente mucho para acercarnos a nuestras mejores tradiciones, ni en los servicios, ni en el diseño estratégico de su futuro. ¿Estamos mejor que antes? Todo depende del punto de partida. En los pasos cortos es posible que hayamos mejorado algo, pero en el diseño global de un proyecto de ciudad a la altura de un país que se propone ocupar puestos de vanguardia en la vida social, en la calidad de su convivencia y sus servicios, estamos lejos. Y si no queremos reconocerlo, es que nos resignamos. No es solo cuestión de plata. No nos sometamos a la visión de la derecha conservadora, que todo depende solo y exclusivamente de la cantidad de plata.
Mucho, lo principal es nuestra imaginación, la de los habitantes, los administradores, los arquitectos y urbanistas, los artistas, los empresarios, la cultura y la audacia de nuestras soluciones. Montevideo es un reguero de ese desborde acumulado de ingenio y de calidad urbanística y arquitectónica. Desde la rambla de Montevideo, hasta una cantidad impresionante de edificios públicos y privados.
Pero llegó un tiempo que pasamos a la uniformidad, que no hay que confundir con la modernidad. Los edificios se parecen, se apoyan unos en otros, se amontonan, crean paredones casi interminables entre la ciudad y el río o en grandes avenidas. Los nuevos edificios públicos — pocos, muy pocos— renuncian a toda pretensión de ingenio, de belleza, de identidad. Y siempre funciona el argumento de la plata, de la falta de plata y el supuesto ahorro. Se podría excluir la Torre de Antel y el Antel Arena.
Yo llegué a esta ciudad a en 1956, a los ocho años de edad desde Buenos Aires, que siempre pareció y se presentó como una hermana mayor y que todos sabemos el despliegue que hizo durante décadas en parques, edificios, monumentos y muchos otros rasgos distintivos de una gran ciudad, que no es lo mismo que una ciudad grande. Llegué a Montevideo y me enamoré perdidamente, por eso cuando volví a los 13 años, me quedé definitivamente a vivir aquí, aunque mi familia regresó a Buenos Aires a los dos años de haber llegado. Yo tenía 14 años, trabajo, liceo y una gran ilusión. Vivía solo.
Conocía Roma cuando estaba lentamente saliendo del horror de la guerra y del gris de la guerra.
De Montevideo me enamoré de su elegancia, de sus calles arboladas, de sus playas, de sus transportes únicos y con balconcito, de sus pizzerías y cantinas, sus mercados y sus cines impresionantes, sus teatros (incluso hice mi acto de fin de año con una actuación en el teatro Solis…)
Era una ciudad no muy grande, familiar, bohemia, barrial, con una avenida principal desbordante de elegancia y de galerías y negocios de todo tipo. Había de todo y en la Argentina no.
Era una ciudad limpia, realmente limpia y ordenada, con una cantidad de galerías de arte y de librerías que impresionaba incluso a un niño. Parecía que la mayoría de los uruguayos pintaban o esculpían.
El transporte, los ómnibus, los troleybus y los taxis eran espectaculares. Y todo funcionaba bien, en horario, circulando por unos bulevares cuidados y enjardinados, repletos de casas una diferente y más original que la otra. Es posible que sea mi nostalgia, pero memoria tengo mucha y recuerdo el Cerro, su vista de la bahía y sus tres cines y su nombre bien puesto, Villa Cosmópolis.
Hoy la avenida 18 de Julio ni siquiera se parece a la avenida 8 de octubre de aquella época, o al Paso Molino. Nos hemos resignado.
Y la calidad se nos escurrió de las manos, comenzado por la Ciudad Vieja, esa colección de joyas de un colonialismo modesto pero original de ciudad puerto, que algunos arquitectos quisieron salvar y apenas lograron detener algo del derrumbe y el herrumbre.
Los invito simplemente a recorrer durante un largo rato la ciudad, sin manejar ustedes, simplemente mirando por la ventanilla y verán escondidos tantos tesoros, en medio de los grafitis mugrosos e insolentes, la mugre siempre justificable y si lo hacen de noche, verán porque nunca seremos una ciudad luz. Somos oscuros, sin los frentes de las casas y edificios iluminados.
La calidad primera, básica, comienza por nuestro lugar de convivencia, donde nos encontramos con nuestros amigos, vecinos, parientes, compañeros de protestas o festejos. Y nadie podrá decir que hemos mejorado. A lo sumo flotamos. Y ser cultos y libres, y tener calidad de vida comienza por nuestras ciudades, donde vive la abrumadora mayoría de nuestra población, el mayor porcentaje de toda América latina.