En estos días hubo elecciones en Argentina. Siempre es motivante ver ese sistema tan imperfecto funcionar. La gente votando y los candidatos convenciendo. En Uruguay observamos pacientemente debates y entrevistas. Muchos tomaron partido, otros aprovechamos nuestro balcón privilegiado que tiene vista a ese país para ver a su democracia funcionando.
Una de la polémicas que se desató fue la presencia de una bandera de los Treinta y Tres Orientales en el búnker de Milei. Un puñado de jóvenes uruguayos enarbolaron el símbolo patrio durante el discurso del candidato libertario. Cuando aparecieron en la transmisión en vivo, reaccionaron las redes sociales. Una amplia mayoría expresaba con indignación ese uso “erróneo” del pabellón. El Uruguay del sillón miraba con preocupación a unos compatriotas que interpretaron que la consigna de “Libertad o Muerte”, de Juan Antonio Lavalleja y Manuel Oribe, aplicaba a las propuestas y gritos de Milei, un presidenciable representando alguna de las tantas versiones liberales posibles.
Sin profundizar en el ideario federal de los libertadores —autodenominados “Argentinos orientales”—, Francisco Faig expresaba en una columna en El País: “El problema de fondo es el desliz que demasiadas veces ocurre entre aceptar cierta mano inglesa en nuestra historia, y deducir luego que nunca fuimos diferentes a los porteños y que somos una misma nación que sufrimos una partición por causas extranjeras e imperialistas”.¹
Más allá de las posturas, la mayor indignación vino del lado de los votantes de izquierda.
La política tiene que tener correlato con la realidad. Y cuando tenés un sector importante de la sociedad despotricando contra las tradiciones, las fechas patrias o cantar el himno, luego la indignación conveniente no es creíble. ¿Qué hubiera pasado si ese pabellón hubiera sido ondeado en el acto de Sergio Massa?
Durante muchos años tuvimos oficinas públicas sin cuadros de Artigas y sin pabellones; hubo debates y risas sobre bailar un pericón o gente despotricando contra el juramento de la bandera. Meses atrás abundaron las burlas por bañar a un santo por la sequía.² Pero cuando un candidato argentino habla del papa, de federalismo, o de familia como parte inherente de su nación, lo aplauden. Las tradiciones no son lo que nos conviene políticamente, son parte del recorrido de un país, siempre.
La promiscua relación de la izquierda oriental con los símbolos patrios es un caso de estudio. Su dirigencia, cuando se transforma en gobierno, actúa con cierto apego a las normas protocolares, pero varios de sus votantes las repelen, y acompañados por su cerveza artesanal y pizza de masa madre en un pub pocitense, critican y se mofan de ciudadanos que piensan distinto. El aire de “doctores” mirando a la “barbarie” es un recurso simplificador de nuestro país. La historiografía oficial viene trabajando en la caricatura hace más de un siglo.
Con las elecciones argentinas vimos a nuestra aldea de redes defender una bandera federal y artiguista por ciudadanos que habitualmente repudian la liturgia patriótica. No me gusta el lugar en el que fue expuesta, ni el candidato que los jóvenes del suceso estaban apoyando, pero defiendo su libertad de usarla y hacerla propia. Nadie es dueño de nuestros símbolos patrios, y su interpretación libre y ancha es la que ampara nuestra diversidad como nación.
¹. Columna de Francisco Faig en El País, disponible en este enlace.
². A inicios de año, trabajadores rurales en Durazno bañaron un santo en una cañada para que se termine la seca. Nota disponible en este enlace.
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