Escribe Sebastián Da Silva | @camboue
Hace cuarenta años, Lech Walesa en los astilleros polacos fundaba el sindicato Solidaridad, movimiento insigne en la derrota al régimen comunista detrás de la cortina de hierro. Fue la primera reacción social que Occidente conoció de enfrentamiento al régimen de la época, un grito de libertad que conmocionó al mundo entero a tal punto que lo llevo a ganar el Premio Nobel de la Paz en 1983.
Su onda expansiva llegó a nuestras costas, donde existían también sindicatos prohibidos luchando por la libertad. El debate de aquel tiempo era dicotómico debido a la innegable raíz marxista de la CNT y el occidentalismo católico de aquella organización. Era la lucha por la libertad en sus dos caras, una contra una dictadura de derecha y otra contra una dictadura de izquierda, llevada adelante por hijos de sus respectivos tiempos.
"Solidaridad" era la palabra de moda, era la síntesis de la corrección política, era la causa infinita de quienes pretendían tener para sí mismos la patente de sensibilidad, y por ende una marca de fábrica que caracterizo a los ochenta.
Se era solidario con pueblos, con situaciones y con personas. Había que ser solidario; era una especie de deber ser, una forma de ser buena gente.
Pasaron cuarenta años y cambiaron las costumbres. En el 2020 para demostrar tu sensibilidad no hay que usar más la palabra solidaridad, sino hay que decir empatía.
La empatía, según el diccionario, es la capacidad de percibir o inferir en los sentimientos pensamientos y emociones de los demás, basada en el reconocimiento del otro como un similar.
Esta definición justifica el discurso azucarado que todos los días escuchamos y leemos por parte de nuestra clase dirigente.
Es mejor aún que aquel término ochentoso porque de pique le otorga a quien está haciendo uso de la palabra una sensibilidad inmediata.
Si le sumamos términos como "colectivos", "dar la talla", "no es la forma", "visibilizar" o su inexistente contrario "invisibilizar", podemos encontrar un micro universo de lugares comunes con que las izquierdas, hoy en la oposición, nos bombardea a diario.
Es un lenguaje novedoso, cuasi adolescente por el cual pretenden adquirir el patrimonio exclusivo de las causas justas, omitiendo, no por casualidad, que muchas de las injusticias del Uruguay de hoy es gracias a su total falta de transparencia y responsabilidad en el ejercicio del poder.
Dejaron el déficit más grande de los últimos treinta años y se quejan del recorte, piden más para la educación y nunca la brecha educativa fue más grande que en estos quince años. Hablan del Poder Judicial y nunca le aumentaron un peso, se horrorizan del financiamiento del INIA y le deben 42 millones de dólares, ponen el grito en el cielo por el dinero para vivienda y proliferaron los asentamientos, denuncian medidas antisindicales teniendo el record de decretos de esencialidad o, lo que es peor aún, de no haber mediado una investigación periodística nunca nos hubiéramos enterado de confesiones atroces de violadores de los derechos humanos.
Se miran complacientemente al espejo, convencidos que el 10 por ciento de desempleo con que heredamos el país o el record de deuda externa es un relato de la derecha neoliberal.
Esta complacencia los impulsa, los convence artificialmente de que tienen autoridad para criticar a un gobierno que lucha a brazo partido contra una pandemia, de que el pueblo se olvida de la caceroleada por la cuarentena obligatoria o de los cientos de millones de dólares tirados con plata ajena que hoy resolverían gran parte de las tragedias cotidianas de los uruguayos afectados por esta enfermedad.
Esta semana esta empatía hipócrita llego al paroxismo. Lo acontecido en la Plaza Seregni tuvo un respaldo unánime de los voceros frenteamplistas. La manija fue más importante que la salud pública, incluso frente a la evidencia de no existir un solo dictamen forense que verifique algún rasguño en los detenidos por no acatar las medidas de un país en emergencia sanitaria.
Uruguay encontrará la salida de la pandemia, pero la calidad de la salida no depende solo de las acciones del gobierno de turno. El respirador del CTI no distingue ideología, la empresa que cierra no pregunta a quién votaron y ya vendrá un día después donde volveremos a disputar la preferencia de la gente.
Pero antes, mucho antes, habrá que levantar al caído, auxiliar al que quedó rengo y sostener al más débil. Eso es verdadera empatía.