Gracias al año bisiesto, el Covid llegó a los suelos uruguayos un viernes 13. En un año normal no hubiese habido esa coincidencia trágica que tienen las costumbres anglosajonas. En las colinas orientales los días de no casarse ni embarcarse son los martes, pero desde que Jason Voorhees comenzó a matar adolescentes en el campamento de Cristal Lake, los orientales hemos incorporado también esta especie de maldición.
Se terminaban los aplausos de los últimos atardeceres oceánicos, y comenzaba la temporada de bodas.
Una de ellas resumía lo más glamoroso de la alta sociedad montevideana. Al este de la Avenida Coímbra había expectativa, se reunía a las familias tradicionales, distintas generaciones, personas de distintos ámbitos empresariales y, por supuesto, invitados del exterior.
En esa noche, mientras se admiraban los vestidos y el tocado de la novia, el coronavirus hacía estragos contagiando en unas horas a más de 50 personas.
Estudios recientes del Instituto Pasteur reivindican en algo la reputación de la Sra. Carmela Hountou, descartándola de ser el único factor de contagio en esa ceremonia, pero el condimento mediático, la viralización de audios de indignadas señoras de acento muy pitucón, la transformaron en la verdadera villana de la Republica.
Quizás, y sin quizás, estos condimentos, junto con el estar pendiente de los dispositivos móviles más de 5 horas por día de los humanos contemporáneos, explican el primer gran paso en la lucha contra el Covid-19.
Fue tan gigantesca la condena social en la aldea, que todos tuvimos ese verdadero sentimiento de compasión: pánico por no estar en las mismas circunstancias. Nadie quería estar en su lugar, verse en las redes o con las orejas coloradas de tanto rumor hacia uno mismo.
Quiso el destino que fuera en Carrasco y con alarma pública el aterrizaje. Un lugar perfecto para encapsularlo, aislarlo, y comenzar a combatirlo. Los metros cuadrados de las residencias de los primeros contagiados ayudaron. No es lo mismo la cuarentena en lo de Julio Lestido o Pedro Bordaberry que la de un asentamiento. En un caso se puede aislar y en el otro, basta con mirar el comportamiento del virus en las villas argentinas para imaginarnos el desenlace.
Quien esta columna escribe, estaba con el Presidente Lacalle Pou en Bella Unión aquel 13 de marzo. El pragmatismo del recién estrenado mandatario se hizo conocer por primera vez. En cuestión de minutos convocó a una reunión de líderes políticos, al SINAE, a la Ministra de Economía y a la prensa. Decretar el estado de emergencia sanitaria previsto en la ley 9.202 del 12 de enero de 1934 le llevó no más de 3 horas. Al día siguiente se suspendieron las clases, se prohibieron los espectáculos públicos, se cerraron los ámbitos de esparcimiento y hasta logramos detener el sueño uruguayo del campamento pascual en las aguas termales.
Todo en armonía, alguna cacerola en off side no detuvo la pachorra oriental. La misma mansa pasividad que no discutió el dejar de fumar de un día para el otro, la misma que vio como cerraban cuatro bancos y se llevaban sus ahorros, la misma que enfrentó un desempleo de casi el 20 por ciento sin un solo saqueo, la misma que Wilson definía como la Comunidad Espiritual. Grises, viejos, pacatos, pero solidarios, educados y obedientes.
Hoy somos ejemplo mundial. Somos por nuestra gente, y somos por nuestro ADN.
Tres millones y medio de personas, doce millones de vacas, un billón y medio de eucaliptos. Al tener 4 estaciones, nuestros pulmones se resfrían al menos dos veces por año. Somos los seres más carnívoros de la especie humana. La carne más cara del mundo es el plato diario de nuestro paisano. Tomamos litros de agua a 60 grados todos los días. Respiramos el aire más puro de América. De las canillas sale agua que no provoca fiebre tifoidea. Tenemos un sistema mutual universal, escuelas en los lugares más recónditos, y un sentimiento aldeano donde aquel que se desmarca tiene el castigo correspondiente.
En Uruguay todo llega lento y tarde. No hay lugar para los excesos. Somos mirados como portadores de nombres y apellidos, somos el hijo de, el marido de fulana y el que trabaja en tal o cual lado.
Hoy el mundo nos admira, nos interpela y nos pone en un sitio reservados solo para los Forlán o los Suarez. Habla de nuestros genes, de nuestros ancestros de nuestras costumbres. El esnobismo planetario descubre que tenemos cientos de kilómetros de costa oceánica en estado de virginidad o que Richard Geere nos visita anualmente para su retiro budista.
Si usamos este incremento de auto estima nacional a nuestro favor, muchas cosas serán más fáciles. Emprender será más sencillo, valorar al buen empleado será normal, incentivar el riesgo vencerá al sueño del empleado público, el campo uruguayo no será vilipendiado por las miopías citadinas, hablar de generar riqueza no será pecaminoso, y el término uso de nuestra Libertad no tendrá el olor a cita de políticos de derecha.
Tiene que haber algo más que solucionar los problemas en comisiones interminables, tiene que existir más hacer con menos vueltas, tenemos que aprovechar el viento en la camiseta para igualarnos más a las cosas buenas de ese mundo que nos admira.
Mi generación es un eslabón perdido. Los que orillamos los 50 años vivimos la tablita del 82, la salida de la dictadura, el arribo del nuevo milenio, la crisis del 2002, a Mujica como Presidente y este radical cambio de rumbo.
Es esta generación la que gobierna, la que paso de esperar dos horas una llamada de larga distancia al WhatsApp. La que llegó para servir no para ser servidos, la que durante treinta largos años soñábamos con terminar de cantarle a la muerte de Saravia en Masoller y hacer realidad aquella frase suya de ser del Partido de los hombres que suben y bajan pobres del poder.
Seremos distintos, en algunos casos un poco altaneros, en otros un poco apáticos y en ocasiones contradictorios. Pero algo tenemos claro, y desde el 13 de marzo se está mirando. No llegamos para no dejar nuestra huella.