Se combinaron varios hechos, el asesinato de un niño de dos años en un auto parado frente a una boca de pasta base y otros dos heridos en el mismo episodio, y se conocieron los datos comparados de que en el año 2016 hubo tres niños ingresados con heridas de bala en el Hospital pediátrico Pereira Rossell y los 27 que ingresaron el año pasado. Una diferencia que no es solo de cantidad, sino de circunstancias. Entre los del año pasado, varios estuvieron directamente involucrados en actos violentos. No fueron daños colaterales.
Varios periodistas escribieron o hablaron en sus audiciones de manera realmente conmovedora y acusadora hacia todo el resto de la sociedad.
No se trata solo ni principalmente de conmovernos, de indignarnos, de sentirnos impotentes, hay algo fundamental: no resignarnos, no incorporar esos datos a la inexorable identidad de nuestra sociedad. Por lo tanto, a una cierta normalidad, a una decadencia inevitable.
La muerte de los niños tiene muchos significados, muchas señales y tiene diversas responsabilidades. A todos nos conmueve, pero con eso no alcanza, mucho menos si se trata del poder, de las autoridades y del mundo político.
El crecimiento de las víctimas de asesinatos es notorio, como es claro que nos hemos acostumbrado a que los informativos televisivos y otros medios tienen en los homicidios un capítulo obligado.
Expresan un cambio, que se viene construyendo desde hace varios años, y que ha modificado una parte y un valor fundamental en nuestra sociedad: el valor de la vida.
Sin duda estará presente en la campaña electoral. Cómo podremos obviarlo si la inseguridad es uno de los factores que ha empobrecido de forma más notoria nuestra calidad de vida, nuestra forma de convivencia. Es un tema que tiene que estar en el debate, nos pone a prueba a todos, a los políticos, los candidatos y los ciudadanos.
Se puede hacer con altura, con responsabilidad, con sentido crítico, con una mirada completa, o puede ser una demostración de pequeñez, de bajo nivel en todos los aspectos. Pero tiene que estar obligatoriamente en el debate y que cada uno asuma sus responsabilidades y sobre todo sus compromisos.
Causa cierta bronca ver a un gobernante actual, con cargos fundamentales, que afirma que si llega a ser elegido presidente encabezará el combate contra la delincuencia. ¿Y hasta ahora que hizo?
No puede ser un debate que banalice el grave tema de la inseguridad, debe mostrar el nivel, la capacidad de análisis frente a esta creciente tragedia nacional, y la mirada urgente y a medio y largo plazo para derrotar este proceso de decadencia.
Creo que todos deberíamos haber aprendido que ni es cierto que la reducción de la pobreza actúa automáticamente reduciendo la delincuencia, ni las soluciones facilongas y propagandísticas sirven para mucho. Sumando varios gobiernos de diferentes partidos tenemos las pruebas evidentes de la complejidad del problema.
Tampoco podemos escudarnos en culpas anteriores, o en lo que sucede en el mundo, porque no es cierto que en todos lados la delincuencia crece. Y tampoco ese adjetivo de la complejidad puede ser un escudo. Hay que estudiar, analizar otras experiencias y las nuestras, y asumir en serio el balance que se requiere, para no vivir en una sociedad policial o peor aún, militarizada o resignarnos a que este camino degradante es inexorable y lo que se puede hacer es administrar las cifras y las estadísticas.
Partamos de la base que hay dos fuentes principales y muy claras que alimentan la cantidad de los delincuentes y su ferocidad. Por un lado, las cárceles, y, por otro, la minoridad empobrecida y segmentada del resto de la sociedad, incluso geográficamente. Sin soluciones reales y audaces a estos dos temas, nunca invertiremos la tendencia.
En tercer lugar, el narcotráfico cambió la delincuencia en el país y en el mundo. Y si sigue atornillándose a segmentos del poder, de las propias fuerzas de seguridad y de control del Estado, y no libramos una batalla contra las cúpulas y todo a lo largo de la cadena, pero con prioridades claras y con mucho trabajo de inteligencia, nos seguirán derrotando.
La represión es insustituible, lo que incluye la vigilancia, el uso de grupos especializados y de equipos tecnológicos en forma creciente y coordinada. Pero como en todas las cosas importantes se necesitan planes integrales, mandos a la altura de las circunstancias y entrenamiento a la altura de la nueva situación.
Combatir en serio a corto, medio y largo plazo la delincuencia debe estar presente en cualquier planificación y coordinación del Estado y coordinada con la sociedad civil en su conjunto. No hay victoria posible por sectores geniales y muy activos, ni siquiera por la policía, que es solo un engranaje de toda la batalla.
Vamos a tener que hacer inversiones importantes, a nivel nacional y departamental y especialmente dedicadas a esta batalla.
Sectores aparentemente alejados del centro de esta batalla son fundamentales. Las escuelas y la educación secundaria, las viviendas derrotando los asentamientos, la formación profesional y el estudio en todos lados, en especial en las cárceles e internados. Pero el Estado necesita ayuda, debe coordinar con las organizaciones civiles para una estrategia integral.
La situación de la inseguridad requiere un estudio permanente de parte del sector académico especializado, que abarca diversos sectores y que hay que integrar sin falta. Hay experiencias diversas, pero todos sabemos que es una batalla nacional, con sus especificidades y particularidades y donde hay que payar lo menos posible. Hay que estudiar, seguir estudiando y corregir los errores y carencias por el camino.
Lo que no hay que hacer es inventar diverso tipo de superficialidades para encubrir responsabilidades a diversos niveles.