Si bien cada vez tenemos más información legal (y emocional) para cobrar nuestro trabajo, sigue siendo un asunto complejo llegar a establecer un precio. Y ante esa duda se pierde capacidad de negociación, por eso quizás nos sea útil analizar un poco el tema.
Entiendo que las interrogantes cómo y cuánto cobrar pueden ser algo muy personal, por eso no voy a proponer un tarifario (a pesar que existan en varios rubros) sino algunas ideas que conviene tener en cuenta.
Parece que hay dos criterios bastante utilizados: costos y competencia. Empecemos por estos dos antes de irnos a cuestiones más complejas.
Con respecto a la fijación de costos, tal como dice la palabra “costo”, es bueno recordar que sirve solo para entender cuánto nos cuesta realizar un trabajo, pero no para establecer cuál es su valor.
Al hablar de costos nos basamos en las variables tangibles como tiempo, materiales y otros insumos. Con eso vamos a tener una idea de dónde estamos parados, si podemos o no realizar un proyecto, calcular detalles y otras implicancias asociadas al costo base. Pero podríamos estar muy lejos de encontrar un precio “justo”.
Y esto nos lleva a otra reflexión, ¿cuánto es el precio justo? ¿Existe un precio justo? Capaz podemos resolverlo al final.
Por otro lado, deberíamos ver y conocer la competencia. Esto es bueno para entender cuánto se está cobrando por un servicio similar al nuestro, cuánto se acostumbra pagar, y ver contra qué ofertas estamos compitiendo.
Es una buena forma de comenzar a fijar precios, pero tampoco es la que más nos conviene. La alta oferta de servicios creativos, artísticos y de comunicación, ha convertido la profesión en una actividad que oscila entre la moda y la cultura popular. Quizás es lo mismo que sienten los médicos cuando escuchan a la gente dar consejos caseros para ciertas dolencias. Esta masificación, lógicamente, conlleva una baja en los precios y aparece mucha competencia que patea el tablero.
No hay que perder la calma. Al contrario, mantener la paciencia y el profesionalismo. La marea sube todos los barcos por igual. Cuánto más se requiera del arte y la creatividad, es beneficioso para quienes están en el rubro.
Y a mediano plazo, los estándares de calidad y buenos resultados harán de filtro para mantenerse vigente. Por lo tanto, está bueno conocer la competencia, pero no vale la pena estresarse comparando.
Ahora que descartamos un poco los criterios “costo” y “competencia” podemos pasar del análisis a la reflexión.
Acá se pone un poco más interesante.
Algo que recomiendo no hacer, es pasar la factura emocional de nuestro trabajo. Muchas veces he visto (y también lo habré hecho) que se cotizan trabajos tomando como referencia la dificultad o la situación en la que estamos. Por poner un ejemplo (capaz absurdo): “Me duele la muela”, “Me queda lejos”, “Mi computadora está rota”, etc. Las excusas no se facturan. Nadie compra nuestros problemas, sino nuestro trabajo.
El lado constructivo de ese punto, al menos en esta columna, es contarles que si bien esas excusas no debemos facturarlas, sí podemos incluirlas en el precio. Obvio que no soy el dueño de la verdad, sino que es mi opinión.
Me parece que queda mal, y no me gustaría que me coticen un trabajo en base a esos motivos (también me ha pasado).
Propongo pensar no sólo en cuánto vale un trabajo para el cliente, sino para uno mismo. Resulta muy esclarecedor identificar qué representa para nosotros el proyecto en cuestión. ¿Es un trabajo puntual? ¿Tiene potencial de generarnos otros proyectos? ¿Atraerá nuevos clientes?
Si podemos hacernos una idea de qué tan duradero será el vínculo con el cliente, vamos a tener cierta claridad para definir el precio. Recordemos aquella fórmula del marketing: el 30% de tus clientes generan el 70% de tus ingresos. También está bueno repasar aquello de upselling y cross selling. Siempre es bueno tener algo fijo.
Clientes que vuelvan, crezcan y nos recomienden.
Otro punto que me parece interesante es dedicar unos minutos a pensar si queremos o no realizar tal proyecto.
A veces los costos cierran, la competencia no molesta, pero simplemente no tenemos ganas de hacerlo, y por eso ningún precio nos parecerá justo. Al contrario, a veces podemos darnos el lujo de cobrar poco o nada, por trabajos que nos entusiasman.
Por último, es cierto que no hay techo. Hemos visto personas pagar fortunas por determinados productos o servicios, y claramente no es por el factor tangible sino el intangible. En nuestro caso sería el cachet.
Los costos de un trabajo se determinan con una calculadora. Pero el valor final lo determinamos nosotros. Y dado que todos somos diferentes, las posibilidades de establecer un cachet son infinitas.
En este sentido, veo cuatro pilares que ayudan a cotizar nuestro trabajo: la trayectoria sirve; la diferenciación distingue; el coraje de ser rupturistas se aplaude; y el poder cumplir con lo pactado se valora.
Creo que con todo esto construir un presupuesto, redondearlo y contrastarlo. Vamos a sentirnos bien mientras lo armamos. Y mejor aún cuando lo cobremos.