En pocos días terminará este gobierno y vendrá otro, de signo diferente. Asumirá el candidato que voté tres veces el año pasado; ese que pertenece al partido del que soy adherente desde adolescente y cuya bandera, de origen artiguista, he portado muchas veces con orgullo y alegría[1]. Aunque quizá sea pronto para hacer balances, porque creo que las cosas se aprecian mejor a la distancia, podría dar muchas y sólidas razones por las que considero al que termina un mal gobierno. Pero no escribo esta nota para hacer un balance de la gestión que culmina, sino para evaluar un momento crucial de la misma. Y para decirle a Luis Lacalle Pou “gracias, señor presidente”.

Como se ha observado varias veces en la historia, las situaciones de inestabilidad estructural —como la que vivimos desde 2008 y que se expresa en distintos planos y abarca diferentes regiones y países—, favorecen la radicalización política. En el caso de la que nos toca vivir, esto se ha traducido en un auge de las extremas derechas. Las izquierdas, por el contrario, son cada vez más moderadas, por lo que no es correcto hablar de polarización. Pero la forma que la radicalización adopta en cada caso siempre es influida por la coyuntura; y el extremismo del presente lo ha sido, en particular, por el impacto de las medidas de encierro forzoso tomadas en el marco la pandemia. Desde Argentina a España, pasando por Estados Unidos, quienes combaten el “globalismo” y la “agenda 2030” fundamentan su posición irracionalista en una denuncia de las medidas antiliberales tomadas entonces.

El encierro es el mayor trauma que la pandemia nos dejó. Millones de madres y padres se frustraron tratando de ayudar a sus hijos a aprender aquello que debían aprender en la escuela. Millones de maestras, maestros y profesores, hicieron un trabajo sobrehumano tratando de enseñar por Zoom, para ver los pocos y amargos frutos que resultaban de su esfuerzo. Millones de jóvenes debieron pasar encerrados lo que consideraban la mejor época de su vida; porque no se vuelve a tener 17, 18 o 20 años. Y eran perseguidos y acusados de frívolos cuando, a escondidas, hacían eso que su naturaleza les obligaba a hacer: reunirse con otros como ellos.

Lo gregario y el ansia de libertad están en el centro de la condición humana, y durante mucho tiempo, a mucha gente, los gobiernos les prohibieron juntarse, y los persiguieron por querer ser mínimamente libres. Así se entiende por qué hay tanta bronca acumulada, y por qué se seguirá destilando veneno durante bastante tiempo.

Pero aquí las cosas fueron distintas. En el momento de máxima incertidumbre, cuando nadie sabía realmente lo que había que hacer —ni aquí ni en ninguna otra parte—, cuando algunos priorizaban lo sanitario, entendido en el sentido estrecho de no contagiarse ni contagiar el virus, Luis Lacalle Pou apeló a su intuición como guía. Impedido de orientarse por el conocimiento —porque el conocimiento entonces no existía, o era muy precario—, apeló a sus convicciones. Dio muestra, entonces, de poseer eso que, al final de su ensayo sobre El Sentido de la Realidad, Isaiah Berlin adjudica a los “hombres de acción” de mayor éxito —así como a los buenos escritores y a los mejores historiadores. Aparte de suerte, porque la suerte siempre es necesaria, “una combinación de fuerza de voluntad y una capacidad de valoración no científica, no generalizadora, de situaciones específicas ad hoc”. Una cualidad que no se aprende en libros ni facultades, y que le permitió marcar un rumbo arriesgado: el de la libertad responsable; derrotero que siguió de manera pragmática, articulando múltiples y a veces contradictorios objetivos —aquello que se llamó entonces el “ajuste de las perillas”.

El 2020 fue un año duro, y lo fue más para unos compatriotas que para otros. Pero mucho peor habría sido, a no dudarlo, si hubiéramos seguido el camino de la mayoría. Si hubiera habido encierro, si no hubiéramos podido salir a caminar, reunirnos con nuestras familias, celebrar los cumpleaños en nuestras casas; no digamos ya trabajar, aunque fuera con restricciones. Porque esas cosas estaban prohibidas acá nomás, al otro lado del río, o un poco más lejos, al otro lado del océano. Dejamos de compartir el mate, pero no dejamos de ver a nuestros amigos, nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros hijos y nuestros nietos. O, por lo menos, no lo teníamos prohibido.

Y a medida que pasaron los meses, volvieron los días de escuela. Pocos, con frío, porque las ventanas debían permanecer abiertas, y con tapabocas. Un incordio, pero los niños vieron a otros niños. Fue traumático, pero menos de lo que pudo haber sido. Menos de lo que fue en tantos otros lugares. Y, por eso, acá se acumuló menos rabia y hay hoy menos veneno amargando nuestra convivencia[2]. En el fondo, nuestra clásica moderación, aunada a un presidente que en la incertidumbre siguió sus convicciones profundas, nos hizo menos difícil el tránsito por un tiempo que quedará marcado en la memoria de nuestra generación.

En mi opinión este no ha sido, ya lo dije, un buen gobierno. Pero con el mismo énfasis afirmo que, en un momento crucial, condujo al país por un sendero diferente al que ya entonces empezaba a ser el más recorrido. Fue una apuesta jugada y, desde el hoy, podemos decir que fue acertada. Una opción que no solo nos ahorró sufrimiento entonces, sino también las consecuencias que otros sufren ahora y seguirán sufriendo en el futuro. Por eso digo: gracias, señor presidente.

[1] La última vez fue la noche del 24 de noviembre, festejando y amparándome de la lluvia con la bandera que hizo y me regaló mi hija Camila.

[2] No faltan entre nosotros los energúmenos, por supuesto, pero son pocos y carecen de influencia.