Bajar la violencia es un deber ético.
Uruguay tradicionalmente fue una sociedad homogénea, forjada en base a valores comunes y compartidos, donde el esfuerzo, la cultura del trabajo y el respeto eran los códigos identitarios.
Pero eso se ha ido deteriorando. Ese deterioro comenzó hace tiempo y se aceleró durante los 15 años del Frente Amplio donde los valores estimulados fueros otros. De la mano de esa devaluación cultural vinieron además 15 años de malas políticas de seguridad, que permitieron el crecimiento del narcotráfico en los barrios.
Esto viene a cuento de si somos o no una sociedad más violenta. Tiendo a pensar que no. Que no escapamos a la tendencia global de la humanidad. Steven Pinker, en su libro Los ángeles que llevamos dentro, sostuvo que vivimos en una era menos violenta en comparación con épocas pasadas. Según Pinker, la violencia en todos los términos de agresión ha disminuido significativamente en los últimos siglos. Sin embargo, esta afirmación no implica que la violencia haya desaparecido o que no existan áreas y contextos en los que la violencia esté aumentando. En ese final entiendo está lo correcto. Nuestras sociedades han ido perdiendo homogeneidad y uno de los resultados es que hay sectores que dilucidan sus conflictos en base a la violencia.
Yendo a nuestro país, creo que somos una sociedad más sensible a la violencia, con más consciencia de lo inadmisible de la violencia, pero que convive con grupos que, de la mano de aquella degradación señalada párrafos arriba y años atrás, han naturalizado el mecanismo violento, y es allí donde, además —y por ello mismo—, se han asentado grupos criminales.
Uruguay tampoco escapa a lo que se conoce como “ley de concentración del crimen”. Esta “ley” es descripta por el criminólogo David Weisburd e indica que “un porcentaje reducido de espacios geográficos y de individuos concentra la mayor parte de los delitos graves, lo que hace imprescindible el uso de tácticas focalizadas para reducir la violencia”. Si repasamos los datos de 2023, más de la mitad de los homicidios se concentra en la jurisdicción de cuatro seccionales policiales. Desde esa realidad, debe aplicarse un enfoque concentrado y focalizado. Sin dejar de aplicar estrategias generales, estas realidades focalizadas necesitan un combate concentrado y específico.
El abordaje de la violencia y el delito suponen, hacer varias cosas a la vez. Es un juego de “simultaneidades”. A las estrategias generales hay que sumarle estrategias focalizadas. Primero para reconocer esas realidades, pero, además, porque sin bajar la violencia no podrán prosperar otras acciones también necesarias en el combate a la delincuencia.
Sin bajar la violencia no se podrán atacar eficazmente las causas, ni aplicar las políticas “de fondo” (pimero hay que detener la hemorragia al decir de Abt).
El investigador norteamericano Thomas Abt, en su obra “Bleeding out” del año 2019 destaca que la disminución de la violencia es el paso esencial antes de implementar políticas sociales significativas. Abt subraya que, en entornos urbanos con altos niveles de violencia, las estrategias preventivas no logran ser efectivas si no se controla de inmediato la violencia existente. Esto se debe a que la prevención, por su propia naturaleza, no puede revertir el daño ya causado ni detener la persistencia de la violencia sin una intervención previa.
En breve: la prevención no es retroactiva.
Por lo tanto, la represión del delito y la reducción de violencia es indispensable para crear un contexto en el que las políticas sociales y preventivas puedan desarrollarse con éxito.
El imperativo es doblemente necesario. Además del resultado positivo que representa la reducción de violencia, hay otra necesidad social que se logra.
Es que la violencia perpetúa la pobreza.
Difícilmente la economía prosperaría en un contexto violento, pero sobre todo, hay una incidencia en la movilidad social de los niños en contextos de pobreza y violencia. Peter Sharkey, un sociólogo que ha estudiado el vínculo entre violencia y pobreza puso en números y dio base científica a lo presumible: niños expuestos a violencia y pobreza les cuesta más ascender socialmente que al resto de niños pobres. Dicho de otra manera: los niños son los que más se benefician de una reducción de los delitos violentos en sus barrios. “Cuando los crímenes violentos disminuyen, las posibilidades de los niños de salir de la pobreza comienzan a aumentar muy rápidamente”, según el estudio de Sharkey.
Por lo que venimos de decir, en el “juego de simultaneidades” que debe asumirse en la lucha contra el delito, una de ellas pasa por focalizarse en la violencia que algunos clanes familiares imponen en su territorio.
Para esa lucha parece necesario ser más duros contra las bandas, promoviendo experiencias como la que aplicaron Italia y Estados Unidos ampliando el castigo a todos los integrantes de un grupo criminal. Si bien Uruguay tiene la figura de “asociación para delinquir” parece necesario autonomizar y castigar más severamente —y a todos— los integrantes de los clanes narco que operan en nuestras ciudades.
Esto no solo desincentiva la participación en actividades delictivas, sino que también debilita las estructuras de poder de estos grupos, haciendo más difícil que puedan reorganizarse y continuar operando.
Además, en el combate contra el narcotráfico, perseguir el dinero es tan importante como capturar a las “cabezas”. La economía del narcotráfico es su columna vertebral, y al cortar las fuentes de financiamiento, se reduce significativamente su capacidad operativa.
En la misma línea, para este tipo de delincuentes, es fundamental aplicar el aislamiento dentro de las cárceles para evitar que los líderes de estos grupos mantengan su influencia desde la cárcel. Este tipo de delincuente suele manejar tres variables críticas: “libertad, dinero y poder”. Aunque pueden estar dispuestos a perder temporalmente la libertad y el dinero, ya que ambos pueden ser recuperados, perder el poder territorial es mucho más difícil de revertir. Esto se debe a que el “poder” se basa en conexiones y vínculos con el entorno y el contexto, los cuales, una vez rotos, no son fáciles de restablecer. De esta manera, las políticas que busquen desarticular estas conexiones son clave para desmantelar estos clanes.
Como dijimos, la lucha contra el narcotráfico es un “juego de simultaneidades” y hay que hacer varias cosas a la vez. En ese caso, la reducción de violencia en nuestros barrios, la disuasión y un “shock de represión focalizada” es el camino a transitar.
Y por todo lo dicho, bajar la violencia es una obligación moral. No solo se trata de una cuestión de seguridad que impacta en los estándares de convivencia. Además, no hacerlo estaría comprometiendo el desarrollo de una generación y sería un inadmisible incumplimiento del deber estatal.