Como en muchas otras cosas de la vida, aunque de manera más tajante y dramática, en la política se trata de ganar o perder el manejo del poder, del gobierno nacional o local. Los empates no existen; son negociaciones para encubrir las derrotas.
En los países democráticos en serio, ganar o perder es una alternativa natural, permanente y rotativa en la mayoría de los casos. En los otros sistemas es el juego bruto de las fuerzas. Nosotros obviamente nos vamos a referir al Uruguay, un país que luego de la salida de la dictadura agregó una virtud importante a su trayectoria democrática, la rotación en el poder de una fuerza política diferente, que interrumpía un ciclo de más de 180 años de gobiernos del sistema más antiguo de partidos binarios del mundo: colorados y blancos, con una neta predominancia de los colorados.
Se produjo la alternancia y, durante 15 años, tres gobiernos el Frente Amplio gobernaron el Uruguay. Su primera conquista había sido en 1989 al ganar el gobierno de la capital del país, la Intendencia de Montevideo que nunca más ha perdido en las sucesivas seis elecciones. Un fenómeno particular, que nunca analizamos a fondo.
En el 2019 como todos ustedes saben el Frente Amplio perdió las elecciones, cayendo en primera instancia en las nacionales de octubre de ese año 10 puntos porcentuales en relación a las elecciones anteriores del 2014. Siguió siendo el principal partido político del país, por 10 puntos de diferencia con el segundo, el Partido Nacional. Pero se conformó una Coalición multicolor de cinco partidos que viene gobernando desde el 1° de marzo del 2020. Ahora está llegando una nueva hora de la verdad, en junio, octubre y posiblemente noviembre si habrá balotaje, se elegirá el gobierno nacional y el Parlamento. Alguien ganará y alguien perderá.
No tendría que ser tan dramático, en definitiva en una nueva vuelta de la rotación o de la permanencia. Hay una diferencia no pequeña. Ya se constituyó un bloque político, la Coalición, que aspira a renovar su mandato y donde cada uno de sus integrantes además del objetivo de derrotar nuevamente a la izquierda, al progresismo, se propone volver a gobernar y en segundo lugar mejorar sus propias posiciones dentro de ese gobierno. Todos tienen claro que el Partido Nacional y el Lacallismo van cómodos a la cabeza.
Hay otras cuestiones no menores, por ejemplo, si el partido histórico del poder, el que gobernó décadas y décadas el país, el Partido Colorado, va a resurgir de su profundo pozo electoral y político iniciado en el año 2004. No es un tema secundario desde el punto de vista político e ideológico.
Del otro lado, luego de un golpe electoral muy duro, no tanto por las cifras, sino por el significado político e ideológico, el Frente Amplio disputará su retorno al gobierno nacional en solo cinco años de recreo multicolor.
Para el Frente Amplio que emergió de la derrota del 2019 muy golpeado, sin líneas claras de análisis, sin líderes de renovación, sin una actitud crítica sobre las causas de su derrota, y sobre todo de los cambios operados en la región y el mundo, pero sobre todo en Uruguay con una fuerte influencia de su propia acción de los gobiernos del FA. La derrota, indiscutible, que todas las encuestas señalaban de manera estridente y sobre todo un mínimo de sentido político crítico, no alteró un factor fundamental y definitorio: su unidad. Ningún sector del FA de cierta significación emigró hacia el nuevo oficialismo o hacia ningún otro lado.
Ahora, a tres meses de las elecciones internas del 30 de junio y a siete meses de las elecciones nacionales del 25 de octubre, está nuevamente ante el dilema de ganar o perder. Pero lo que está en juego es mucho más que una simple elección.
Primero debe lograr romper un karma que se acumuló y es que en las elecciones internas los votantes del FA fueron decreciendo hasta alcanzar nada más que 259 mil votantes en el 2019. Y esa fue la primera y devastadora señal de su derrota, no solo electoral, sino de entusiasmos, de expectativas, de proyectos, de participación ciudadana.
Pero en este caso sería una nueva derrota luego de un pésimo gobierno de la derecha, con una mota de centro, pero claramente de derecha, tanto en el plano económico, con sus consecuencias productivas y sobre todo sociales, educativas, de la salud, de las relaciones internacionales divagantes, de la cultura y sobre todas las cosas un gobierno de escándalos ininterrumpidos y graves, que tocaron siempre a la cumbre del poder, como no se recuerda nada parecido en el Uruguay.
Un pésimo gobierno en su principal promesa: mejorar la seguridad del país. A esta altura no hay un solo oficialista fanático que se crea el verso de que estamos mejor. Estábamos mal en los gobiernos progresistas en materia de inseguridad y hemos empeorado en estos últimos cuatro años y no hay luz al final de este oscuro túnel, al que se le agregó un componente muy grave en la relación a diversos niveles del narcotráfico y el poder, y el aumento de la violencia más feroz y desconocida en el país.
Perder con un gobierno que no puede ostentar, ni crecimiento, ni distribución, ni mejoras en serio a nivel productivo, de inversiones, de derechos, de ingresos de los sectores bajos, medio bajos y medios, y que ha polarizado de manera inocultable la distribución de la riqueza, con cinco mil millones de dólares de aumento de la riqueza depositada en bancos uruguayos y del exterior de los sectores más ricos del país, mientras durante 40 meses los sectores de asalariados, jubilados y de empresas pequeñas, medias y que trabajan para el país vieron caer sus ingresos.
Ser derrotados por un gobierno cuyo principal capital es un presidente de la República itinerante que recorre el país con su sonrisa, su capacidad de contacto con la gente, sus selfies y sus explicaciones inconcebibles sobre la suma de todos los escándalos, sería realmente una derrota política, electoral, ideológica y cultural muy dura. Para el progresismo, en el sentido más amplio. Al revés sería el significado triunfal para la derecha, un triunfo inmerecido, pero de enorme significado.
El Frente Amplio fue cambiando las condiciones paso a paso, restableciendo su confianza, ocupando la agenda nacional, colocando grandes temas en el centro, como por ejemplo la escandalosa entrega del puerto de Montevideo por 60 años a los belgas, cubrió las instancias necesarias para elaborar un programa, que en el caso del FA es siempre una prueba compleja de su unidad y su relación con la sociedad, y emergieron nuevas figuras que se disputan la candidatura a la presidencia, así como se eligió un nuevo presidente del FA.
Todo el FA no cayó en la trampa devastadora de sumarse a un plebiscito sobre jubilaciones y pensiones que hubiera sido terrible no solo para la campaña, sino sobre todo para un futuro gobierno. Hubo sin embargo sectores que si lo hicieron y es una debilidad importante en esta campaña.
El Frente Amplio, con sectores y personalidades y ciudadanos que se han ido incorporando han creado las condiciones para dar la batalla y para ganarla, con las tres alternativas, en primera vuelta (muy difícil), con mayoría parlamentaria y en el balotaje, o sin mayoría parlamentaria propia. Las opciones son tres. La otra es la derrota.
Las encuestas son complejas, va primero el FA en las principales y más serias empresas, pero cuando se sigue la película y sobre todo los datos internos, queda demostrado que no gana el FA de cualquier manera, que faltan siete meses y sobre todo una derecha desesperada y pronta a muchas porquerías. Ya lo está demostrando y todavía falta mucho. Y la izquierda, no es muy ducha en el manejo de esas crisis. Y que no gana cualquier sector del Frente Amplio, sobre todo los que sacrifican el capital principal del progresismo y en la primera instancia quieren marcar la línea divisoria entre la derecha y la izquierda.
Ellos saben dos cosas, que una nueva derrota para la izquierda sería un golpe demoledor con consecuencias muy diversas a las del 2019 y una victoria de ellos sería afianzar un bloque conservador que ya logró imponer la falta de transparencia como algo totalmente normal y que dispondrá de las condiciones para reformas mucho más regresivas y costosas para la mayoría de los uruguayos.
La victoria o la derrota en las elecciones del 2024 tienen sin lugar a dudas un significado muy particular en el Uruguay, para la derecha, la izquierda, el centro y para todo el país.