En Uruguay no hay “grieta” pero hay “grietistas”.

De un lado y de otro vemos cotidianamente como se elevan los tonos y los argumentos ceden el lugar a los impulsos simplistas y munición de zócalo.

La construcción política no está exenta del conflicto. De hecho, el fundamento de la política es la administración del conflicto y del disenso. Por eso la política es el mayor producto civilizatorio. Ella ha permitido permear las sociedades y las demandas en base a una interacción ordenada rescatando al individuo del caos. Por eso es que lo que le opone a la guerra no es la paz, en todo caso ella es una consecuencia; lo que se opone a la guerra es la política. La capacidad del individuo de interactuar sin destruirse ni eliminarse. La política es la dimensión superior al conflicto, porque no busca solucionarlo, busca permitirlo. Es el ámbito que habilita la convivencia de individuos, proyectos y culturas diferentes. Después vendrán derivados más o menos eficaces como la propia democracia, y vendrán también distintos tipos de gerenciamientos del poder como incidencias que se conducen dentro del “paradigma político”.

Pero esa condición que habilita el conflicto no significa que la exaltación del mismo no erosione sus pilares.

Una sociedad madura, que aspira a la superación, no puede estar construida en base a un sistema que se dinamita a sí mismo.

Las retóricas polarizantes pueden ser tentadoras en el rédito que ofrece al corto plazo, pero en el mediano y largo plazo termina saliendo caro, porque la sociedad se satura, descree del sistema y abona la búsqueda de alternativas radicales.

Se necesita operar sobre la gobernabilidad de las expectativas porque, si con ellas no se cumple, se genera un circuito de descrédito y desconfianza.

El irlandés Peter Mair apuntaba con rigurosidad: “hasta la década de 1970, se consideraba que la política pertenecía a los ciudadanos y que era algo en lo que los ciudadanos podían participar. En la actualidad, se ha convertido en un mundo exterior que la gente observa desde fuera; un mundo de políticos separado del mundo de los ciudadanos. Es la transformación de la democracia de partidos en la 'democracia de la audiencia'”. Y continuaba: “Si la creciente desvinculación del electorado es la causa de esta nueva forma de política, o si se trata de una nueva forma de política que provoca la desvinculación de los votantes, es algo que por ahora, no está claro. Lo que en cambio queda fuera de discusión es que cada una de estas líneas alimenta a la otra. La retirada de los ciudadanos de la escena política nacional produce inevitablemente el debilitamiento del principal actor que permanece en ella: los partidos políticos. Y esto a su vez es parte y provoca una democracia de la audiencia o, formulado de otra manera, la 'video política'. Los partidos tradicionales sufren problemas para mantenerse cuando la política se vuelve un espectáculo deportivo”.

Que las familias no puedan reunirse y discutir de fútbol o política, o que en los grupos de WhatsApp de amigos sean temas censurados para evitar la crispación, debería marcar una alerta de tal magnitud que sirviera para que el sistema en su conjunto reaccionara.

Una sociedad que pierde capacidad de diálogo e interacción, y que se enfrasca en discusiones de momento —y por ende generalmente estériles—, deja de abordar los temas de mediano y largo plazo, habilita a que el propio sistema político se trabe para contentar a los sectores más radicalizados y habitualmente más activo socialmente, y genera discursos hostiles.

Por supuesto que quien mayor responsabilidad tiene es el propio sistema político, el que debe despojarse de los intereses de corto plazo y elevar la mira, propiciando retóricas maduras y no caer en la simpleza de la chicana y los relatos infundados.

Pero también el ciudadano debe exigir y premiar los estilos de construcción más maduros, si no, el incentivo al mecanismo polarizante seguirá atrayendo a los perezosos que creen que la política es la robustecida descalificación del que piensa diferente.

En la próxima elección parece que será clave el sector de la población que se siente incómoda con los extremos y las expresiones radicales y polarizadas. Pero esa implicancia táctica, que sin duda los partidos políticos tendrán en cuenta, es poca cosa al lado de la trascendencia en la calidad del debate público que el país necesita.

No significa que las posiciones ubicadas en los extremos no puedan llegar a resultar legítimas o válidas. Lo que sucede es que, para la armonía del sistema, deben existir también las expresiones que amortigüen esas tendencias.

En la geometría política, lo que le hace el contrapeso a quienes están en los extremos, no es otro del otro extremo; el contrapeso es quien está en el centro, en el medio.

Hablarle, sintonizar, interpretar y sobre todo representar a esos sectores será cualitativamente trascendente para mejorar la fortaleza del sistema en su conjunto.

Es lógico que existan “hinchas” y que se sientan cómodos en la Ámsterdam y la Colombes, pero la salud del sistema requiere que también haya que asegurar entradas para la Olímpica.