Hemos venido asistiendo como atónitos testigos a la pretensión de sustituir el Principio Representativo propio de la Democracia, por otro que ni es principio ni es democrático per se, y que pretende otorgar primacía a las “organizaciones de la sociedad civil” -cuyos requisitos y límites carecen de contornos- por sobre toda otra institución que se ganó su legitimidad en las urnas. Sufre el principio representativo, esencia de la Democracia. Por eso, esta columna se titula "La disolución del principio representativo en el Reino de las organizaciones de la sociedad civil".
Expliquemos. Ya se trate de la elección de los miembros que integrarán la Comisión Directiva de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo, ya se trate de la discusión de un proyecto de ley, como el de Corresponsabilidad en la Crianza, el de Prisión Domiciliaria, el borrador de anteproyecto de reforma de la Seguridad Social o las instancias presupuestarias, surgen voces desde la oposición que pretenden atribuir a las opiniones de las “organizaciones de la sociedad civil” más peso, o al menos el mismo, que a la voluntad del pueblo que se manifestó en las urnas y eligió a representantes -ya sea legisladores, ya sea la cabeza del Ejecutivo y su equipo- justamente para que lo representara.
¿Qué son en nuestra realidad nacional las “organizaciones de la sociedad civil? ¿Qué requisitos deben cumplir para ser consideradas tales? ¿Qué pasos deben seguir para que su voz sea escuchada? Para ser una “organización de la sociedad civil” basta con que dos o más personas se unan en base a unos postulados comunes y se den un nombre, como por ejemplo “Comité Nacional de los Defensores de los Derechos Humanos”, o un nombre rimbombante -o no- similar. Tal Comité puede estar formado por tres miembros, por ejemplo, oficiando uno de ellos como Presidente, otro como Secretario y otro como Vocal. Nada impide que las mismas personas constituyan también otra asociación, digamos “Asociación para la Defensa de los Derechos Humanos”, en la que alternarán las mismas personas ocupando los cargos representativos, cambiando sombreros según comparezcan en nombre de una organización o de la otra. Así ocurrió durante la discusión de los proyectos de tenencia compartida o corresponsabilidad en la crianza en la Comisión de Constitución y Legislación del Senado de la República. Comparecía la “organización de la sociedad civil” I, cuyos integrantes eran A, B y C en sus calidades de Presidente, Secretario y Vocal. Luego comparecía la “organización de la sociedad civil” II, con C como Presidente, B como Secretario y A como vocal. Ah, pero no era idéntica la integración, en ocasiones esta última además tenía como segundo Vocal a D. No es lo mismo. Y estaban también las “organización de la sociedad civil” III, IV, V, VI y VII, con intercambio de tanta cantidad de sombreros como fuera necesario, y sin pudor de exhibir tal estratagema ante el público. Y surgen las asociaciones que nuclean a todas las anteriores, digamos, la Asociación de todas las organizaciones de la sociedad civil sobre Derechos Humanos (ASODEH por ejemplo), con siglas que suenan muy acreditadas e imponen respeto, pues “lo dijo ASODEH”. Si descorremos el velo que cubre a la asociación de organizaciones y a cada una de ellas, nos encontramos con un puñado de personas con varios sombreros cada una, que usan según la organización por la que se presentan. Y por ello el discurso es el mismo, a veces calcado. No se les exige ni tener personería jurídica, ni un número mínimo de miembros, ni un tiempo mínimo de existencia.
Yo defiendo con toda mi convicción el derecho de estas organizaciones a existir, a organizarse internamente como les parezca, a expresarse, a integrar organizaciones de segundo orden, como las asociaciones que las nucleen, pues todo ello es ejercicio del Principio de Libertad, en sus concreciones de libertad de asociación, libertad de reunión, libertad de expresión y libertad de ideario institucional, entre otras. ¡Viva la libertad! Que existan, proliferen y se expresen, y persigan de formas democráticas la consecución de las ideas que sostienen.
Otra cosa es pretender asignarles el rol de representantes del sentir popular, y, sobre todo, en desconocimiento o desplazando a las instituciones representativas. Los habitantes del Uruguay nos hemos elegido una forma de gobierno, consagrada en los artículos 4 y 82 de la Constitución. Siguiendo la máxima artiguista, hemos jurado que la soberanía en toda su plenitud radica en la Nación, que adopta para su Gobierno la forma democrática republicana, que la soberanía será ejercida directamente por el Cuerpo Electoral en las instancias de democracia directa como las elecciones nacionales, y confía o delega el ejercicio indirecto de dicha soberanía en los Poderes representativos que establece esta Constitución” y no de cualquier forma, sino “todo conforme a las reglas expresadas en la misma”.
Las “organizaciones de la sociedad civil” tienen toda la libertad de actuar, pero no necesariamente son representativas.
Estamos asistido a la discusión en torno al modo de elegir los miembros que integrarán el Consejo Directivo de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo, en la que algunas opiniones de la oposición han sostenido que dichos miembros deben surgir exclusivamente de la sociedad civil sin postulación por los legisladores de los partidos políticos, que esa es la única forma de asegurar su independencia técnica y la autonomía de la INDDHH, que a los efectos de su elección se deberá analizar exclusivamente su idoneidad o trayectoria técnica en derechos humanos, que sólo las “organizaciones de la sociedad civil” registradas ante la INDDHH tienen voz en este sentido.
Es cierto que la ley de creación de la INDDHH N.º 18.446 de 24 de diciembre de 2008 establece que en su integración se procurará asegurar la representación pluralista de las fuerzas sociales de la sociedad civil interesadas en la promoción y protección de los derechos humanos (art. 36), y que hasta éstas si están registradas en la INDDHH, pueden proponer por sí mismas candidatos a integrar dicho Consejo Directivo (art. 39), todo lo cual apoyamos.
Pero si la ley hubiera querido prescindir del componente político (expresión de la soberanía popular a través del voto de representantes de las distintas facciones políticas en elecciones libres), habría dispuesto un sistema de elección bien distinto para los miembros del Consejo Directivo de la INDDHH. Para asegurar que sólo la idoneidad técnica o la trayectoria en derechos humanos fuera la habilitante para acceder a dichos cargos, habría establecido un sistema de concurso de oposición y méritos, con postulación anónima de candidatos, juzgados por un Tribunal de académicos expertos en derechos humanos provenientes de cátedras profesionales de Derecho o algo similar. Pero la ley estableció que, tanto en el proceso de selección de candidatos, como en el acto de designación final, quien decidiese fuera el órgano político por excelencia: la Asamblea General, es decir, la reunión de la Cámara de Senadores y la Cámara de Representantes.
Convivamos todos: las organizaciones de la sociedad civil con su derecho a expresarse y ser; y los representantes legítimamente electos por los votantes. Téngase claro, sin embargo, y no se olvide, que, en nuestro régimen de Gobierno, los primeros no pueden sustituir a los segundos, ni siquiera ser considerados con la misma acreditación. De lo contrario, estaríamos proponiendo la disolución del principio representativo, propio de la Democracia, en otro que creará un Reino cuyo monarca -individual o colegiado, pero con características de absoluto y ergo, sin certezas acerca de su rumbo- sean las “organizaciones de la sociedad civil” o, mejor dicho, las que más ruido hagan o las más políticamente correctas.