Cada semana de Reyes, desde hace más de 15 años, el diario El País nos obsequia un nuevo reportaje a “alguien cuyas opiniones sobre los temas de actualidad, se aguardan —según el periódico— desde amplios sectores de la sociedad, porque marcan posición”. Un personaje que dice ser “no político”. “Nunca podría serlo, no duraría un minuto. No tengo partido político, creo en las personas y me siento con la libertad de hablar de todo”. Así se autodefine Gerardo Zambrano.
Afirmaciones por lo menos contradictorias —cuando no increíbles—, porque mal se puede marcar posición sobre temas políticos, y afirmar que no se es tal. Basta leer las crónicas a que referimos antes para descubrir fácilmente la línea, los intereses, el sesgo de este “actor político” de larga trayectoria en el país. Y si no, veamos...
La nueva Tacita del Plata
El año 1978 marcó un tiempo de inflexión para la dictadura cívico-militar que
comandaba el país. En el plano político, ponía en marcha un plan de salida
hacia un nuevo orden institucional “sobre la base de los partidos
tradicionales”, que establecía una reforma constitucional a plebiscitarse a
fines de 1980, como paso previo e imperioso hacia la elección de autoridades
nacionales en 1981. Su objetivo fundamental era instaurar un CO.SE.NA. como
organismo tutor del Poder Ejecutivo. La ciudadanía votó negativamente el
proyecto de reforma constitucional, lo que obligó al régimen a una posterior
reprogramación de su estrategia.
En el ámbito gubernamental, el doctor Aparicio Méndez (herrerista) había sido investido como presidente de la República a partir del primero de marzo del año anterior. Asimismo, se había modificado la conformación del Consejo de Estado y de otros estamentos de la administración, dando participación a personalidades vinculadas al agro, la industria y las altas finanzas, así como a políticos específicamente desproscriptos (todos afines al proceso que comandaba el país).
En lo que hace a la economía: se insistía en la aplicación a rajatabla de la receta neoliberal de apertura comercial y de “país plaza financiera”, donde el salario y las pasividades ofician como variable de ajuste de la competitividad y la rentabilidad del capital. Sin embargo, algunos aspectos no resueltos del modelo constituían ya fuente de alta preocupación para el equipo económico. Fundamentalmente la inflación, que en poco más de cuatro años había generado una depreciación del peso del orden del 1.000%. Para su neutralización y control, el Banco Central recurrió a un sistema de tipo de cambio preanunciado, que sería conocido popularmente como “la tablita”.
En el contexto financiero internacional, una caída de la tasa de ganancia de los países capitalistas centrales determinaba la emigración de grandes masas de dineros hacia nuevas economías, en procura de mejores y más seguras oportunidades de rentabilidad. Nuestro país, al igual que el resto del vecindario latinoamericano, se vio de pronto invadido por esta oferta de dineros de la banca trasnacional. A la vez, ciertos cambios en el contexto del comercio exterior posibilitaban la complementación de la apertura financiera del país —que el país había decretado a partir de 1974—con la liberación a nivel interno de los precios del agro.
Es más redituable especular que producir
Esta especial coyuntura “promueve una ola de demanda de crédito de parte de los propietarios rurales”, que canaliza la oferta de la banca extranjera que desembarcaba en el país. Alguien definió aquella etapa como un tiempo donde resultaba “más redituable especular que producir”. En efecto, con la cotización del dólar “garantizada” a futuro, con normas y condiciones laborales favorables al sector empresarial, que complementaban una férrea restricción de la actividad gremial de los trabajadores; con abundante oferta de crédito, muchas veces con escasas y en ocasiones insuficientes y hasta nulas garantías; con libertad de precios y opciones de mercados, todos querían saborear una tajada de aquella apetecible torta de dinero que se ofrecía entre sonrisas y triunfalismos. En el sector rural, por ejemplo: productores, agricultores, exportadores y frigoríficos. Pero también, y con singular avidez y oportunismo, intermediarios, consignatarios, invernadores, rematadores e inmobiliarios de la tierra.
“El entusiasmo ganó a los ganaderos” que, “con la perspectiva de grandes ganancias, asumieron crecientes deudas con la banca privada. (…) Este crédito algunos lo usaron para invertir, otros para comprar más tierras, otros se los llevaron al exterior”, consignaba un informe posterior sobre aquella coyuntura. Y otros adhirieron a las propagandas del sector financiero, que los invitaba a endeudarse y comprar su “vehículo todo terreno”, o hacer su “viaje familiar a Europa”, o comprar su “vivienda de descanso”, y “pagarlos en novillos”. A precios constantes de 1978, las deudas del sector pecuario con la banca privada se multiplicaron por 5,3 veces en el quinquenio. A su vez, la transferencia de ingresos de los sectores asalariados hacia el gran capital fue, entre los años 1979 y 1981, de 3.700 millones de dólares (Fuente: Compra de Carteras. Crisis del sistema bancario uruguayo. Estudios y Documentos. Ediciones de la Banda Oriental).
De caperucitas y lobos
Pero toda fábula tiene un final. Generalmente con felices, y con desencantados. El paraíso financiero de ésta, ¡por cierto que también los tuvo! Para comienzos de 1982 las condiciones internas y externas habían cambiado radicalmente: los precios de los productos exportables pasaron a ser inferiores a los esperados, y los intereses del crédito se habían elevado acompañando las crecientes dificultades del mercado externo. Lo que complejizó fuertemente las posibilidades de amortización de las deudas. “En junio de 1981, los créditos incobrables se estimaban en un 25% del sistema bancario; en mayo de 1982 ya habían trepado al 60%, en el contexto de un volumen de deuda del sector que superaba los U$S 400 millones”. Sólo a título ilustrativo: el total de la deuda pública del país, que se ubicaba en U$S 409 millones a comienzos de los ´70, había trepado a U$S 1.395 para comienzos de los ´80, según un estudio de Magdalena Bertino y Reto Bertoni. El Salario Real, en tanto, había caído un 22% entre enero de 1978 y diciembre de 1982.
Una de las reglas de oro del capitalismo es que “las deudas son para honrarlas”. Y estas de entonces, no podían ser la excepción. Claro que no necesariamente debían ser “honradas” por los titulares de los compromisos. A fin de cuentas, la máxima capitalista no hace cuestión al respecto.
Es así que, en la segunda mitad del año 1982, el Citybank y el Bank of América, que ya avizoraban el final de esta fantasiosa experiencia, dirigen a los Bancos Centrales latinoamericanos (entre los cuales nuestro Banco Central) una carta donde, con el argumento de la “recesión económica que afecta los mercados financieros latinoamericanos a partir de las crisis de México y Argentina”, manifiestan la “imposibilidad de seguir financiando los procesos de desarrollo” locales.
“Tenemos la confianza” —se señalaba a continuación— de que “las autoridades competentes pondrán en práctica muy pronto nuevas medidas cambiarias” a fin de “hacer más competitivas sus exportaciones”; no obstante, “estamos seriamente preocupados de que el ajuste del tipo de cambio no resolverá el problema”. Es evidente que preanunciaban el irreversible cataclismo del “quiebre de la tablita”, que se produciría a finales de noviembre de 1982.
“Para proteger a nuestros depositantes (y) a nuestro capital”, continuaba la nota, “no estamos en posición de incrementar nuestro riesgo con la mayoría de los clientes (…) De hecho no vemos otra solución que tomar una acción legal y liquidar las empresas, lo cual, en nuestra opinión, dañaría un sector crucial de la economía”, sentenciaba amenazante.
“Para evitar tales consecuencias y asegurar la continuidad de los compromisos de proveer financiación al sector de desarrollo, proponemos que (los Bancos Centrales) se hagan cargo de esas carteras pesadas o incobrables”, (las que serán reembolsadas) a través de un crédito externo pagadero a largo plazo”, concluía la misiva.
El resto del sistema financiero privado del país, con el apoyo de la Asociación Rural del Uruguay (entre cuyos integrantes se encontraban directivos de varias instituciones bancarias del país: Juan Antonio Otegui, José Luis Pardo Santayana, Ignacio Irureta Goyena, Jaime Cardoso Saavedra, entre otros), también reclamó por un tratamiento similar para el endeudamiento del sector agroindustrial, logrando sumarse a esta solución que la banca extranjera promovía. Sus carteras pesadas fueron también absorbidas por la banca oficial del país. Finalmente, el monto de la transacción acordada fue de más de U$S 400 millones, con un plus de U$S 400 millones adicionales condicionados a la aplicación de un programa de ajuste fiscal.
La década perdida: de lo que no se habla
El 10 de noviembre de 1982, (16 días antes del quiebre de “la tablita”) y a pesar de las afirmaciones oficiales de que “ningún banco del sistema está en dificultades”, se procede a la primera operación de canje de la “cartera pesada del City Bank” con el Banco Central.
Previamente, en el contexto de una caída del 57,3% de las reservas internacionales del país, el equipo económico anuncia un conjunto de medidas que incluyen una Reforma Jubilatoria que congela los topes de las prestaciones, aumenta los aportes al BPS de los trabajadores, y eleva las edades de retiro. Asimismo, sin Consejos de Salarios vigentes, se hacen comunes los acuerdos de reducción de sueldos, a cambio de la preservación del empleo.
Con el retorno de la Democracia en 1985, y a pesar de los esfuerzos posteriores —que incluyen, entre otros, la creación de Comisiones Investigadoras Parlamentarias—, nunca llegó a conocerse el balance definitivo de aquella operación de carteras pesadas, deplorable para el país; así como tampoco del destino final de las tierras y bienes que operaban como garantías de los créditos, o de la recuperación económica por parte del Estado de aquellas carteras.
“Todo apunta a que el país malgastó casi 600 millones de dólares para comprar “chatarra”, para adquirir derechos de dudoso valor, dado que la inmensa mayoría de los créditos adquiridos eran irrecuperables”, concluyo un estudio documental sobre el tema.
Entre los personajes y empresas envueltos en aquella bochornosa operativa de transferencia al Estado de obligaciones propias con el sistema financiero, figuran apellidos y firmas como Albornoz de Arteaga, Aramendía, Arbiza, Arrosa, Arrospide, Batlle Ibáñez, Braga, Canossa, Caorsi, Chouy Terra, Damboriarena, Elhordoy, Etchegaray, Ferrés, Gari, Mercader, Olaso, Pacheco Lucero, Pardo Santayana, Peirano, Radiccione Carrasco, Riani, Salaberry, Soler, Stirling, Superville, Tafernaberry, Urioste, Victorica, Vigil Aznarez, ¡El País!, y... ¡Gerardo Zambrano!
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