De ahí deriva el sustantivo "trabajo", sinónimo de sufrimiento y dolor según los diccionarios etimológicos. Sin embargo, en el mundo moderno el sufrimiento y dolor es por no estar en el tripalium.

El empleo está en el centro de la vida humana. En nuestras sociedades es la actividad que define a las personas adultas y les permite integrarse a la vida económica y social. No siempre fue así. En la antigüedad, por el contrario, el trabajo remunerado era un desvalor. En la Grecia clásica era algo indigno. En el Imperio Romano lo digno era la pelea. El trabajo era para los esclavos. La escala de valores cambió radicalmente con la Reforma protestante y el auge de la burguesía.

Es un fenómeno que vino con la Revolución industrial. Hacia mediados del siglo XVIII las personas abandonaron masivamente los campos y pasaron a habitar ciudades insalubres y hacinadas. En las fábricas, hombres, niños y mujeres trabajaban duro y mucho; mal pagos y desprotegidos.

Hacia 1800 casi dos tercios de la población en edad de trabajar era una especie de "subclase", que se encontraba sin un ingreso regular o asegurado. Los trabajadores eran jornaleros que pasaban la mitad de su tiempo sin cobrar ni hacer nada. Parte importante de la población en condiciones de trabajar vivía mendigando y vagabundeando, por no decir cometiendo hurtos y otros delitos. Así lo afirma el sociólogo aleman Ulrich Beck. Aire libre y carne gorda, resume vernáculamente Ana Ribeiro.

Sobre finales del siglo XIX el trabajo pasó a ser uno de "los nuevos dioses", al decir del historiador José Pedro Barrán. Los textos utilizados en la flamante escuela pública uruguaya sostenían que "el trabajo" debía considerarse "como el origen del bienestar del hombre, que lo ennoblece, dignifica y vigoriza". Según Barrán todos los recursos didácticos de la escuela vareliana fueron puestos al servicio de esta deificación: "trabajaré. Mientras soy pequeño trabajo ayudando a mis padres, asistiendo a la escuela y estudiando mis lecciones. Más tarde según mi inclinación, seré mecánico, obrero, ingeniero". El trabajo era la virtud a ejercer y el ocio el pecado a evitar. Ese "disciplinamiento" fue el cimiento del Uruguay del Novecientos.

Precisamente el ocio era uno de los cinco gigantes que el economista William Beveridge señalaba como obstáculos para la reconstrucción británica en medio de la Segunda Guerra Mundial: la necesidad, la ignorancia, la enfermedad, la miseria y la ociosidad. Al inicio del capítulo 2 de Traidores, una serie estrenada en febrero de 2019 -disponible en Netflix-, un grupo de soldados ingleses lee apasionadamente en el desierto egipcio. Al grito de "matemos a los gigantes", dos de ellos deciden iniciar una carrera política inspirados en ese libro. Leían el Informe Beveridge, un curioso best-seller que vendió 700.000 ejemplares y cu¬yas propuestas moldearon el Estado de bienestar moderno.

En un libro posterior, "Pleno empleo en una sociedad libre", Beveridge se dedica por completo el concepto de empleo. El acápite es especialmente elocuente: "La miseria genera odio". Sus propuestas buscan librar a las personas del ocio desmoralizante, la catástrofe personal de no ser querido, de no ser empleable. No basta con tener un empleo, sino un empleo que de oportunidad de ser y sentirse útil; un empleo con sentido de propósito.

El empleo no es sólo salario. Es también la actividad que estructura y da sentido a la vida cotidiana, personal y familiar. La desesperanza derivada del desempleo, particularmente de larga duración, desborda los problemas materiales. La falta de empleo de calidad y la baja tasa de actividad laboral, está en el centro de la explicación de muertes prematuras en el país más poderoso del planeta. Estados Unidos ha sido el único entre los altamente desarrollados, en el que la esperanza de vida se ha reducido durante cinco años seguidos a causa de muertes por sobredosis de opiáceos y suicidios. No trabajar está en la base de la destrucción familiar y la frustración que lleva a vidas tan insatisfactorias que no merecen la pena.

En marzo de este año la especialista en economía del trabajo Anne Case y su esposo, el premio Nobel de Economía Angus Deaton, publicaron "Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo", una investigación que busca explicar por qué en los Estados Unidos, la mayor y más próspera economía de mercado, muchas personas sufren tal desesperanza. Esta epidemia afecta a la población blanca no hispánica de las otrora regiones industrializadas. Son los perdedores de la globalización, cuyos buenos trabajos industriales de mudaron a Asia.

Probablemente fueron los votantes de Trump. El libro retrata el declive del sueño americano para muchos trabajadores blancos, que ven cómo sus familias se rompen y sus esperanzas se frustran. Mientras las élites universitarias y profesionales prosperan y alcanzan riqueza sin precedentes, una parte importante de la población queda de lado.

No se trata de la idea del ocio "noble", propio de la cultura helénica. Para que Aristóteles filosofara a gusto había esclavos que producían. Una elite podía permitirse el el ocio "noble" que defendía nuestro José Enrique Rodó; una añoranza en épocas de vértigo y consumo siempre insatisfecho.

Las sociedades basadas en el trabajo estarían regidas por una lógica, a la larga explosiva, afirma la filósofa del trabajo francesa, Dominique Méda. Por un lado, viven bajo el imperativo del crecimiento económico -que estriba en la mejora constante de la productividad- y por otro, deben preservar el pleno empleo, puesto que es lo que proporciona estructura a la sociedad. Si esta contradicción no estalló antes, afirma, sería simplemente porque los Estados desarrollados han alcanzado tasas de crecimiento económico con las que han podido mantener los mecanismos de redistribución e integración social.

El empleo como instrumento de satisfacción de las necesidades vitales, actividad articuladora de la vida diaria, que nos define y ubica en la sociedad, no tiene más de 200 años de historia. Está en cuestión que pueda seguir cumpliendo esas funciones y eso desvela a las élites gobernantes y sindicales en todo el globo.

Ese temor ha estado presente muchas veces. Los "luditas" -tecnófobos del pasado- fueron trabajadores textiles que la emprendieron a martillazos contra los telares automáticos en 1811. Varios murieron en la represión o en la horca. Cuando la crisis de 1929 en los Estados Unidos no pocos pensaron que era el comienzo del fin del trabajo.

En los albores de la computación (1964), un grupo de intelectuales, dirigentes sociales, empresariales y laborales -incluyendo algún futuro premio Nobel- advirtió al gobierno de Lyndon B. Johnson sobre los potenciales efectos negativos sobre el empleo de la revolución cibernética. No ocurrió así, al menos hasta ahora. Luego de treinta años, en su famoso libro "El fin del trabajo", Jeremy Rifkin encendió nuevamente la alarma. Veinticinco años después sigue sin ocurrir.

La preocupación se renueva permanentemente en vísperas de lo que se supone puede ser un gigantesco cambio productivo de la mano fundamentalmente de la inteligencia artificial y otras maravillas que apenas podemos intuir. Sin embargo, ha sido un miserable virus el que nos ha puesto en jaque. Pasar por el tripalium, hoy, es más una bendición, que no una tortura.