Este martes mi hija será dada de alta del Centro Médico Sourasky de Tel Aviv (hospital Ichilov) tras una operación de urgencia delicada, habiendo sido atendida con dedicación por un equipo médico y de enfermeras compuesto por judíos y árabes, como existen en todos los hospitales de Israel. Y mientras estoy en camino a casa tras haber pasado la noche con ella, recibo en mi celular un comunicado del portavoz de las Fuerzas de Defensa de Israel, revelando que desde la madrugada hay enfrentamientos armados con terroristas de Hamás en la zona del hospital Shifa de Gaza, donde trataron de instalar una nueva comandancia, meses después que Israel destruyera la anterior, incluyendo la parte subterránea.
Dos mundos paralelos y diametralmente opuestos.
Numerosos terroristas fueron eliminados hoy en el Shifa, otros heridos y muchos detenidos. Un soldado israelí fue baleado mortalemente por los terroristas desde el hospital. Fue el caído número 250 desde que comenzó la ofensiva por tierra contra Hamás.
Hamás pone el grito en el cielo desde hace cinco meses por la reacción de Israel a la masacre terrorista en el sur del país, pero no aprende la lección y vuelve a abusar de instalaciones civiles para sus fines terroristas.
Y vuelvo a lo central, a ese otro mundo tan diferente de lo que hace Hamás en el Shifa…lo que he vivido estos días en el hospital Ichilov de Tel Aviv. Aquí veo el verdadero Israel. Ese tan distinto de las demonizaciones de Hamás, tan sideralmente opuesto a los inventos de los enemigos.
Aquí veo este país multifacético e inclusivo en el que todos los que empujan para adelante tienen oportunidad y posibilidad de avanzar, llámense como se llamen y sea cual sea el nombre que le dan a Dios, que de todos modos es uno, para todos.
Apenas entré el domingo al hospital vi junto al mostrador de informes a tres señoras musulmanas todas cubiertas, al parecer esperando a alguien. A nadie le parecía raro verlas allí y a ellas era notorio que no les causaba incomodidad ninguna estar en el lugar.
Por los corredores, en las salas de internación, por doquier, se cruzan judíos de diversos colores y atuendos, con musulmanes también de distintos matices, alguna señora drusa identificable como tal por la conocida vestimenta de vestido negro y pañuelo blanco largo en la cabeza, y muchos otros seguramente de variados orígenes que no necesariamente podemos reconocer. Distintos colores, idiomas y acentos en hebreo, así como también en árabe.
Lo mismo con el personal médico y de enfermería. Colegas de trabajo que al volver a sus casas puede que vivan mundos culturales muy distintos, pero aquí están todos con sus túnicas verdes y lo único que los diferencia unos de otros son los años de experiencia. El gran cirujano que operó a nuestra hija, el doctor Boaz Sagi, y los otros médicos más jóvenes, todos son parte de un gran equipo.
Por eso, cuando llegó un grupo de médicos que aún no habíamos visto a la visita del mediodía, en cuestión de dos minutos quedó claro cuál de ellos era el de mayor experiencia en ese grupo puntual. Era un médico alto, muy apuesto y de rostro joven, que no sólo preguntaba a mi hija diferentes cosas para poder tomar decisiones sino también preguntaba a otros como un docente a sus alumnos, para poder enseñar. Y lo que determinaba evidentemente el respeto que los demás le tenían, no era un tono autoritario ni altanero, sino su conocimiento y posición. Al terminar la visita, me acerqué a preguntarle por su nombre. Sonrió y me dijo “Adam”. Supuse que es el nombre propio. Me lo confirmó. Sin formalismos, sin “doctor fulanito”, me dio sólo su nombre propio, algo muy común en Israel. Luego le pregunté a Cristina, la enfermera de turno, siempre con su sonrisa amable, cómo es su apellido. “Abu Abid”, respondió. “Doctor Adam Abu Abid”.
La habitación de mi hija está justo frente a los mostradores de la estación de enfermeros. Se oye claramente los diálogos y la dinámica. Oigo los nombres que se dicen, los idiomas que se hablan, el hebreo, el árabe, o el ruso usado según cuántos son en determinado momento los que hablan tal o cual idioma. Y todos son compañeros de trabajo abocados a ayudar a los pacientes.
No soy ingenua. Estoy segura que de los muchos momentos complejos que vive el país, hay no pocos que inciden también en estas cosas. No necesariamente que arruinan la posibilidad de trabajar juntos, sino que tensionan el ambiente. Es natural. Sería increíble si no pasara.
Pero tengo clarísimo que lo que lo supera todo es el encare profesional de Israel, que da lugar al que lo merece por su desempeño, que no bloquea por religión ni origen.
Pero no es sólo eso. Es también el respeto a los pacientes todos y a sus credos. En la punta del mostrador central vemos un cartel especial. “Contactos con figuras religiosas por necesidad de apoyo religioso-espiritual”. Y allí aparece el rabino Abraham Reznikov con su número para los judíos que lo quieran contactar, el imam Suleiman Satal (esperamos estar escribiendo bien su nombre) para los musulmanes y el padre Apolonari Tedeush Schwed para los cristianos. Mi hija reía diciendo que sólo yo me percato de algo así. Deformación profesional.
Me recordó una situación especial que viví años atrás en el hospital Hadassah de Jerusalem. Mi cuñada Claudia, enfermera en el CTI de Neurocirugía, me llamó a preguntar si tengo contacto con algún sacerdote, porque una señora brasileña de familia muy católica que había venido a Israel en peregrinación estaba por morir a raíz del estallido de una neurisma. Ya se habían contactado con un convento cercano porque el hijo quería que un cura haga la extremaunción junto a su lecho, pero no había allí ningún sacerdote que pudiera venir.
Me contacté con el padre Rafiq Nahra, a quien había conocido tiempo antes. Lo fui a buscar y le prometí que luego lo devolvería a su comunidad. En el camino conversamos – en muy buen hebreo – y me contó que había nacido en el Líbano, donde le enseñaron a odiar a Israel, pero que cuando llegó a Jerusalem en 1993 en el marco de sus estudios para sacerdote, vio la realidad. “Vi un país normal como todos, no perfecto, sino un país con cosas buenas y cosas malas, como sucede en todos lados”. No el país que merecía la demonización que inculcaban a la gente en el mundo árabe en general.
Llegamos a Hadassah, le pregunté a Claudia si necesitaba que yo suba con el sacerdote y me dijo que sí, para poder traducir. En la puerta de la señora brasilera, varios médicos y enfermeros de distintas religiones estaban allí aguardando expectantes. La mujer estaba toda entubada, y el hijo sollozando con un libro del Nuevo Testamento en sus manos. El padre Rafiq Nahra, nacido en el Líbano, que había crecido oyendo qué demonios había en Israel, saludó a todos con tono de reverente agradecimiento, se acercó a la mujer, se persignó, hizo la oración pertinente y luego sacó el Tanaj, la Biblia hebrea, y comenzó a leer, en hebreo, un capítulo de los Salmos.
Y yo pensaba…si lo cuento, no me lo creen.
Eso es Israel.