El 28 de enero se cumplen 105 años del nacimiento de Wilson Ferreira Aldunate. Es una nueva ocasión para reivindicar su significación en el país. Su condición de líder, de líder de un proyecto, y, sobre todo, de líder de un proyecto que está filosóficamente vigente.
En ocasiones —inteligente pero mezquinamente— se ha intentado devaluar a Wilson ensalzándolo, pero a la vez reduciéndolo meramente a un carismático e ingenioso líder natural, un talentoso y agudo orador, sagaz, pero sin una visión completa y sistemática del Uruguay. Esa injusta perspectiva es desmontada por la realidad, y en esta incompleta nota intentaré humildemente reflejar diez puntos de su lúcido y vanguardista pensamiento, y su visión general del Uruguay, que conforman una columna indispensable del partido y del país.
Y está dirigida a todos: desde los wilsonistas de alma y mente, los wilsonistas post mortem que tanto afloraron en un momento, hasta a sus detractores —y especialmente a quienes intentaron sin lograrlo, disminuir su significación—; pues bien, si les molesta Wilson, ¡10 veces Wilson!
La primera y fundamental ley identitaria, obviamente de raíz saravista, es el inclaudicable compromiso con la libertad. “Por la libertad se pelea siempre, porque nunca está definitivamente conquistada”, enseñaba, y no era la libertad solo para “unos”. La libertad es para todos o no es. En la Federación de Box de Buenos Aires, en uno de sus memorables discursos, el 28 de abril de 1984 lo marcaba con claridad: “Mi partido saldrá a pelear para que los comunistas puedan votar y después saldremos a pedirle a la gente que vote por nosotros y no por los comunistas”. Ese sentido ético y moral es el que marcó todo su accionar político.
Convencido de que somos una comunidad espiritual: “Hay países que se definen por su lenguaje o por la raza de su gente, o por el color de la piel de sus habitantes. ¿Quién se atreve a distinguir por la cara a un uruguayo de un argentino?, y ¿quién se atreve a diferenciarnos por su modo de hablar?, y para la frontera este-nordeste, trazada a lápiz casi como una línea recta en el mapa, que además fue bajando hacia el sur en la medida que nosotros éramos los más pequeños; bueno, la frontera no proporcionaba elementos geográficos definidores. Entonces, uno dice, pero ¿qué es esto de ser uruguayo? Bueno, es esto que acabo de referirme: es sentirse integrante de una comunidad espiritual”.
Otro punto relevante de su pensamiento es el nacionalismo asociado a un americanismo integracionista. El 10 de julio de 1987 en el Celadu, expresaba: “¿Cómo esta gente tan afirmada en esta defensa de su patria chica concilia esto con la integración? Y sí, no solamente lo concilia, sino que cree que una cosa va inexorablemente unida con la otra. En su origen, América Latina exhibe más nítidamente que Europa el espacio cultural común. Viene luego la dispersión, y estamos ahora en la etapa que a algunos sorprende por su intensidad, que es grande, de recomposición de la unidad. Lo que queremos es reconstruir aquel núcleo originario, y ello hace que todo nacionalismo uruguayo, argentino, boliviano, brasileño, sea necesariamente latinoamericano. No hay modo de ser patriota de patria chica si no se es simultáneamente, y por eso mismo, patriota de la gran patria común latinoamericana”. Y sumaba: “Los nacionalismos de encierro, los nacionalismos de aldea, no es que sean malos, es que no son nacionalismos. El nacionalismo cobra sentido solamente en función de la universalidad que realiza”. En “Nuestro compromiso con Usted”, se sostenía que “los actos de la política externa del Uruguay, inspirados en la permanente defensa de los intereses nacionales concretos, una firme adhesión a los principios del Derecho Internacional y la amistad para con todos los pueblos […]”.
Wilson abrazó la vocación política y desde el Parlamento fue un implacable fiscal de la función pública con propósito moralizante de la gestión. Así lo decía: “Tengo la obsesión de la defensa del prestigio de la institución parlamentaria, porque comprendo que este prestigio en el Uruguay está deteriorado, en la misma medida en que lo está el prestigio de los que hacen política […] Vamos a hacer un tremendo esfuerzo para que esta pérdida de prestigio se mantenga a ese nivel; que la gente siga pensado mal de nosotros, pero que respete las instituciones representativas, porque en ello va en juego algo más importante que nuestro amor propio”.
Quería revitalizar la valía democrática que debía ser “vigilante y activa”. Su labor de contraloría tenía más allá de un compromiso funcional, un sentido ético. “Es difícil creer que a veces, mostrando la llaga, mostrando la miseria, se pueda reconquistar la esperanza. Y sin embargo es así. Lo único que extiende la podredumbre es el afán ciego que algunos tienen de ocultarla simplemente tapándola. Quiera Dios que esto sirva para contribuir a devolverle al país esta esperanza y esta fe que perdió. Mostrándole una democracia vigilante y activa”, dijo en otro discurso.
Wilson fue hombre de Estado, que implica responsabilidades distintas y superiores a la de ser un hombre de gobierno. Superaba la mirada de la urgencia que tiene uno con las luces largas que tiene el otro.
Comprendió de la mejor manera la identidad agroexportadora del Uruguay. Como ministro de Ganadería fue el líder conceptual de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE) aglutinando a los mejores expertos nacionales sin mirar el pelo político y generando un histórico foco de planificación. Bajo su mandato en la cartera se creó la Oficina de Programación y Política Agropecuaria (Opypa), el Secretariado Uruguayo de la Lana, La Estanzuela, y se elaboraron emblemáticos proyectos agropecuarios para semillas, forestación, conservación de suelos y aguas, fertilización, cooperativas, y el más importante de la época: la Ley de Reforma de las Estructuras Agropecuarias.
Había en su visión un desarrollo productivo que tenía un ensamble con el campo como forma de vida.
Ligado con ello, la descentralización fue otro mojón de su sueño de país, rompiendo las visiones esquemáticas y hemipléjicas divisorias del Uruguay. “El Estado tiene determinados sectores de la producción que están íntegramente localizados en el interior de la República, pero que administra desde rascacielos de Montevideo”, decía en 1985 en un discurso en Santa Clara de Olimar. Había en la visión descentralizadora un componente de justicia ligada a la cuestión social.
El amparo social es un factor de identidad wilsonista entendiendo que “el destino nacional y el futuro personal de los uruguayos ya no es asunto asegurado por el tiempo que pasa. Será creado a imagen de lo que logremos hacer en estos tiempos por venir […]”.
Había allí una lógica donde el Estado tenía un rol activo para jugar y la economía estaba al servicio del hombre y no del mercado desbocado. En “Nuestro compromiso con Usted” lo explicitaba con la frase “humanizar las relaciones económicas entre los hombres”. Y agregaba —en una entrevista citada por Daniel Corbo—: “Nuestra obligación es encontrar una opción que no esté dotada de la frialdad del capitalismo, ni sea colectivista”.
El coraje cívico y republicano siempre presente. Reunió la difícil tarea de conciliar la ética de las convicciones con la ética de la responsabilidad. Sin medir costos políticos. Todos sabemos el costo que pagó con la Ley de Caducidad de la pretensión punitiva del Estado. El país se encontraba en una etapa de transición democrática. La cuestión militar y la revisión sobre la violación de derechos humanos permanecían irresueltas. Cuando las Fuerzas Armadas anuncian oficialmente que las citaciones de la Justicia no serían tramitadas y los oficiales citados no comparecerían, cuando el desacato se palpaba, poniendo en jaque la legalidad, el Partido Nacional bien pudo decir: que se arreglen los partidos que pactaron en el Club Naval. Pero Wilson tiene la reacción que viene desde el fondo de nuestra historia; para él era imposible desinteresarse de la suerte del sistema institucional. Cuando le preguntaron “¿Y por qué nosotros?, respondió: “Porque somos los blancos, porque es lo que hemos hecho siempre a lo largo de la historia […] ¿Y todo ese sacrificio, a cambio de qué? Bueno a cambio de nada o, más bien, a cambio de todo”, sentenció.
Ocupó el espacio del centro político en tiempos de las peores polarizaciones y radicalismos. No resultaba para nada fácil ubicarse allí en tiempos de Guerra Fría que tenían emisarios locales bien definidos y que fogoneaban todo el tiempo. Wilson logró anclarse, dentro de la geometría política, en el centro ideológico y explícitamente quedó manifiesto cuando dijo que “no somos ni de izquierda ni de derecha”. Se alejó y alejó al partido de los violentos. Como dijo en su discurso en el Cerrito: “Nosotros somos una columna de concordia, de entendimiento nacional. Pero precisamente por eso estamos desesperadamente decididos a mantenerle al Uruguay vigente un sistema dentro del cual, por estas vías se puedan conseguir las cosas. ¡El derecho a opinar libremente nosotros, y los otros, lo vamos a defender por cualquier medio! ¡Por cualquier modo!”. Y también fijó los límites, que son los límites de siempre del partido de la libertad y la ley: “El peligro no es que se instaure una dictadura de derecha ni de izquierda; ¡el peligro es que se instaure una dictadura cualquiera que sea! ¿Qué nos importa a nosotros el signo o la orientación de la dictadura? Lo que nos importa es que lo único válido es un Gobierno emanado directamente de la voluntad popular. ¡Ojalá sea la nuestra! Pero si no es la nuestra, bueno, es lo que el pueblo quiera, aunque no sea lo que nosotros queramos. Esto es lo elemental, es la base de todo. Y por eso le digo a nuestros muchachos que desde ya tengan muy clara la consigna: a defender la libertad junto a cualquiera dispuesto a estrechar filas con nuestra gente, para defender valores sagrados del país. Militar en cada una de las causas concretas, cada obrero peleando por su salario, aún por las cosas aparentemente menos trascendentes, por la escuela de su barrio, por las facilidades de su pago. Pero no perdiendo jamás de vista que, por encima de todas las cosas, un blanco es un luchador de la libertad, y que el gran objetivo, más importante que todos estos, hasta por el hecho de que solamente lográndolo, estos otros objetivos menores pueden conseguirse, ¡es restaurar la República! ¡Y para restaurarla, no sirven los enemigos! ¡No sirven los enemigos! ¡Con totalitarios, nada, nada, nada!”.
Siempre le dio paz al país. La gobernabilidad era la expresión genuina de todo su pensamiento y acción. En el 87 en una entrevista afirmaba: “No sirve señalar la existencia de los problemas como vía de facilitar el enfrentamiento, la discrepancia, el desencuentro […] la tarea es imprescindiblemente de todos, que tienen la necesidad de abordar en común, porque la solución, cuando aparezca, aparecerá por un esfuerzo colectivo, o no aparecerá […]”.
Años antes, con motivo de las elecciones de los partidos del 82 pedía a los blancos: “Nadie podrá reprocharnos un solo desfallecimiento, una sola claudicación en la defensa de la dignidad nacional. No hemos negociado ni pactado ni aceptado ni otorgado ni consentido ninguna ley, ninguna fórmula restrictiva del derecho de ningún ciudadano o de ningún partido. Tenemos derecho a pedirle su voto a la gente en noviembre porque nuestro nuevo compromiso con usted es muy ceñido […] El viejo tronco tiene raíz profunda y flores nuevas. Yo siempre termino así cuando les hablo de lejos, porque desde tan lejos como yo estoy, esto no se dice muy fuerte, pero se siente más hondo: hasta pronto”. Y aquella madrugada del 84, en la explanada, tendió la gobernabilidad para tranquilidad de República, en un ejemplo que sigue marcando su grandeza de estadista.
Con los años, quien mejor interpretó y encarnó el legado wilsonista fue sin dudas Jorge Larrañaga, quien por veinte años fue el conductor natural del wilsonismo y quien, además, le dio una impronta nueva y agregó elementos que permiten defender la existencia de un “larrañaguismo” como corriente conceptual con personería propia, que abreva de la fuente pura del wilsonismo. Como escribiera el propio Larrañaga en editorial en homenaje al histórico líder, el wilsonismo sigue vigente como idea y como símbolo, y “los wilsonistas venimos para construir esperanza y porvenir”.