Me apasionan los debates políticos, con cualquier formato. No creo que sea la única o la principal manera de definir y seleccionar a un candidato. La historia está llena de grandes oradores y pésimos aradores. Gobernantes.
Pero es un momento concentrado de observar el nivel de los candidatos y por lo tanto de la política en un país. Las formas y la presentación importan en decenas de formatos diferentes, pero en definitiva se trata de que cada uno de los candidatos pueda exponer sus ideas en un tiempo aceptable, rebata argumentos y los espectadores puedan hacerse una composición de cada personaje.
Recientemente participamos de dos debates presidenciales entre cinco candidatos en Argentina. Fue una buena tomografía del nivel político o de sus zonas de decadencia y debilidad. A veces en los debates hay dos víctimas: la realidad y la verdad de los hechos. Es un riesgo que hay que correr.
Hay algunas máximas que siembre se cumplen, una de ellas es que los más débiles siempre retan a discutir a los principales y más fuertes. Es inexorable.
Lo que resulta curioso es cuando un precandidato a ocupar la candidatura presidencial de un partido, es decir que por ahora está muy lejos de la definición básica —que su propio partido lo haya seleccionado a través del voto secreto de sus partidarios—, rete a debatir al candidato de otro partido, que también afronta el mismo objetivo. En este caso no importa que el desafiante es del tercer partido, lejano en intención de votos y recién se suma a la lisa, y el desafiado es el candidato con más apoyo del primer partido y de la oposición unida.
Nos referimos a Robert Silva, que recién renunció al Codicen para ser precandidato del Partido Colorado y que lo primero que hizo fue retar a un debate al precandidato del Frente Amplio, Yamandú Orsi.
Es casi ridículo. Con ese criterio hacia las internas en lugar del debate de ideas, directo o indirecto dentro de los partidos, habría decenas, cientos de debates entre precandidatos de diferentes partidos. Sería un bodrio interminable y sería imposible. Una simple avivada.
El último precandidato posicionado en cualquier partido se dedicaría a desafiar a debatir a los principales candidatos de otros partidos, a tener un minuto de gloria en televisión gratis y a entreverar todo. No sería ni justo, ni aceptable. El debate entre los candidatos ya elegidos por sus partidos deberá darse luego de las internas y antes de las nacionales de octubre del año próximo.
Los candidatos serán más de diez y habrá que encontrar un mecanismo adecuado porque de lo contrario será un enorme bodrio desproporcionado y aburrido. Debe ser un debate entre los principales, entre los que realmente se disputan la Presidencia o están cerca (con representación parlamentaria, por ejemplo).
En esta materia no hay justicia absoluta e igualdad absoluta so pena de malgastar un valioso instrumento de debate y de presentación de los candidatos y degradarlo a un entrevero.
Estamos a ocho meses de las internas y un año de las nacionales. No hay ninguna regla o ley que regule u obligue a los debates preelectorales en Uruguay. Nadie quiso aprobarla.
Recuerdo campañas electorales donde el argumento principal de uno de los contendientes era, precisamente, el obligar a su contrincante a debatir. El retador perdió con comodidad. No es un duelo de guapos.
Si ahora, a falta de otros mecanismos mejores, más sofisticados e inteligentes, todos se suman al golpe del balde de retar a debatir al que les convenga, incluso hacia las internas a candidatos de otros partidos, asistiremos a una variable multiplicada de aquella salsa de retos que no aportó nada, ni siquiera al retador. Y estábamos en la fase anterior a las internas.
Lo importante en todo el desarrollo de la campaña, es que los pre y los candidatos expongan sus argumentos, sus programas, sus ideas fuerza, sus respuestas a las principales interrogantes ciudadanas y sepan divulgarlas y hacerlas llegar a la gente.
Y en el momento oportuno organizar bien, seriamente y oportunamente los debates directos entre candidatos. No entre desesperados.
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