La imagen del gobierno, lejos del discurso de “transparencia” que el oficialismo se empeña en instalar, está signada por la desprolijidad, las dudas, y un preocupante deterioro de la responsabilidad institucional.
En notas anteriores, hemos señalado cómo, en variados planos de la gestión, y en la mayoría de las cuestiones trascendentes abordadas en estos dos años y medio transcurridos, ha sido más que recurrente una impronta conductual que colide con los recaudos propios de una cuidadosa administración.
Asociada, en ocasiones, a una estrategia de hermetismo, de velada reserva camuflada bajo el rótulo de la “confidencialidad”. Una práctica de asuntos resueltos en sesiones de “pico a pico” y “redondillas” —como gusta calificar la máxima jerarquía— que ha demostrado ser un ámbito tentador para el atajo, la perforación, o aún la omisión de los controles inherentes a la gestión pública.
La hemos visto en instancias que se encuentran hoy en la órbita de la justicia, como la entrega arbitraria e injustificable del Puerto de Montevideo a una trasnacional ¡por sesenta años!
Ha sido notoria, asimismo, en políticas autoproclamadas como exitosas por las autoridades, como el manejo de la pandemia del Conoravirus. Tanto, que todavía desconocemos aspectos referidos a la selección y compra de las vacunas, a los “compromisos asumidos por el país” con los laboratorios, a las contrataciones a dedo, a la responsabilidad por las muertes evitables reconocidas por el ministro de Salud durante su convocatoria al Senado, o a la no explicación acerca del colapso de los CTI, entre otros.
La hemos visto en el Turismo, con ex autoridades de este gobierno que no terminan de intercambiar acusaciones en el juzgado; en las Relaciones Exteriores, donde las recurrentes decisiones desafortunadas del ministro lo llevaron a designar un responsable de comercio con notorios antecedentes por contrabando; en la Vivienda, con actores de la propia coalición gobernante pidiendo “la renuncia de los responsables de la Agencia de Vivienda por el caso de las hipotecas”; en la Salud Pública, a partir de un decreto presidencial sobre las cajillas de cigarrillos, hecho a pedido de un “malla oro” empresarial del tabaco, (“¡no va a ser de una fábrica de chicles!”), según refirió el propio primer mandatario.
¡Y ni que hablar en la Seguridad Pública! La vimos en el caso del pasaporte oficial exprés entregado al narco Marset, detenido en Dubái, precisamente, por portación de un pasaporte falso. Quien, dicho sea de paso, ¡tuvo el tupé de -con ese pasaporte otorgado por la cancillería uruguaya- retornar a nuestro país a “ordenar sus asuntos”, reunirse con su esposa e hijo, para luego, todos ellos juntos, volver a emigrar con rumbo desconocido!
Pero el colmo de esta conducta —que es ya una marca en el orillo de este gobierno—, se expresa ahora en toda su dimensión, en la escandalosa instancia de esta asociación para delinquir, instalada en el 4º piso de la Torre Ejecutiva, con insospechadas ramificaciones en la estructura del Estado. Que funcionaba a plena luz del día, ante la mirada ausente de la plana mayor del gobierno, bajo la dirección del mismísimo jefe del Servicio de Seguridad Presidencial, Alejandro Astesiano.
Expresión de una estrategia desenfadada, de una impronta de laxitud que el gobierno trasmite, sólo preocupado en encontrar otros 10 quilos más de café vencido de las anteriores administraciones. Que ha sido el factor determinante en decisiones cuestionables, lesivas de nuestra soberanía, dañosas de nuestra imagen externa, y ofensivas para la institucionalidad. Y, como en el caso que nos preocupa, el campo fértil de “desviaciones patológicas”, como el propio presidente las refiere.
Que deja como corolario, además, un rosario de dudas, de incógnitas sin respuesta oficial; así como de argumentaciones en ocasiones lindantes con lo inverosímil. Alimentando en la sociedad una creciente sensación de que algo en todo esto no cierra, que algo no está bien en la gestión de este gobierno.
“Son parte de la confidencialidad de los acuerdos. Espero que algún día podamos dar a conocer los contratos definitivos”, se justificó la Secretaría de la Presidencia en su momento, por la falta de respuesta a la requisitoria del legislador.
“Son palos en la rueda, de quienes no asumen que perdieron el gobierno y no nos quieren dejar gobernar”, argumentó a coro el oficialismo más tarde, ante cada irregularidad denunciada desde el sistema político y los sectores sociales.
“¿Qué tiene que ver la política y el narcotráfico? ¡Yo aseguro que no hay narcos en los partidos políticos!”, gritó a voz alzada el ministro del Interior ante el Parlamento, ¡durante el caso Marset! ¡Nadie se explica aún la razón de tan tajante afirmación!
“¡Al presidente le mintieron!”, retornó a vocear —fiel a su estilo— el responsable de la seguridad pública, al conocerse pocos días luego, la implicancia del Jefe de Seguridad de Presidencia en la red de corrupción montada en plena Casa de Gobierno.
“El señor Astesiano no es en realidad el jefe de Seguridad de Presidencia”, intentó excusar el prosecretario en el Parlamento, luego de dos años y medio de que se lo refiriese como tal en documentos del gobierno, tarjetas de presentación personales, integración de delegaciones oficiales al exterior, resoluciones administrativas con su firma, canales televisivos, y notas de prensa en medios como Caras y Caretas, La Diaria, El Observador, La República, Búsqueda, Correo de los Viernes, El País, entre otros.
Confieso que, desde la denominada “embestida baguala” de comienzos de los ´90, no recuerdo un cúmulo de desprolijidades, irregularidades y contravenciones tan escandalosas como las que se han dado en esta mitad de período de gobierno.
Un gobierno jaqueado por sus propias limitaciones, que se resiste a asumir las responsabilidades que conlleva la investidura institucional, y busca refugio en la compasión de la sociedad hacia el ciudadano, hacia el individuo, hacia el igual a todos nosotros.
Se excusa el Dr. Lacalle Pou: “¡Ustedes me conocen!”, “¡Yo no miento!”, “¡Fui engañado!”, “De haber conocido los antecedentes, jamás habría dejado a su custodia lo más preciado que tengo que es mi familia, que son mis hijos”.
Cuesta asumir que tales argumentaciones correspondan a quien hace un par de años y algo, expresaba: “El gobierno explica y le echa la culpa a todos, menos a sí mismo”. Al que prometía en campaña electoral “Lo que no voy a delegar es la responsabilidad. Si un ministro actúa mal, es culpa mía y obviamente, un ministro es un fusible. Ministro que se equivoca o no hace las cosas bien, es un fusible, se cambia el ministro”.
¿Quién es, entonces, el que habla hoy en nombre del gobierno? ¿El Lacalle institucional? ¿El candidato? ¿El Lacalle individuo, el ciudadano? ¿Dónde quedó el Lacalle del “¡Me hago cargo!”? ¿Qué fue de su tan invocado y promovido paradigma de la “libertad responsable”, a la hora de asumir la acción del gobierno?
Por si acaso, recuerdo que la candidez, no es excusa que exima de responsabilidad al ejercicio de la institucionalidad.