Alberto Maresca
Latinoamérica21
En su reconocido trabajo sobre política exterior, David Baldwin señala que el conocimiento político es uno de los componentes —junto con la creatividad— más importantes a la hora de estudiar las relaciones internacionales. Mirando a la política exterior argentina bajo el mandato del presidente Javier Milei, resulta muy difícil encontrar algún ejemplo práctico de conocimiento político o competencia.
Lo mismo puede decirse de la canciller Diana Mondino, la cual ha dado prueba de sus habilidades diplomáticas evidenciando supuestas analogías fisionómicas en la población china, después de visitar Pekín para abordar la difícil cuestión SWAP.
Sin embargo, la política exterior en América Latina no suele ser objeto de una acción conjunta por parte del Ejecutivo, ni mucho menos ofrece una concertación con los congresos nacionales, una característica de los sistemas presidencialistas latinoamericanos. En otras palabras, es el jefe de Estado quien diseña y actúa para el país en la arena global.
Lejos de debatir los efectos negativos y positivos de dicha tradición, en el caso de Milei parece que su creatividad, impulsividad y personalísima ideología dirijan la política exterior de la Argentina. Si la diplomacia ha sido creada para evitar conflictos, promover la paz y beneficiar a los pueblos del mundo, Milei ha escogido otra ruta para la Argentina. Su creativa política exterior no se basa en hechos, datos o pragmatismo. Un ejemplo evidente es ofrecido por la compra de los 24 aviones daneses de combate F-16 para una nación que no corre peligros de guerras colindantes ni globales, pero que sobre todo encaja en una estrategia para agradar a los Estados Unidos y cumplir con el rol que Washington desde hace ciertos años desea para la Argentina. Es decir, en la disputa internacional entre Estados Unidos y China, la Argentina debería forjar un ejército entrenado por EEUU y el Reino Unido, limitando la influencia china.
Resulta difícil entender cómo la ideología economicista de Milei y su libertarismo comercial puedan explicar la predilección armamentista a la hora de moverse en los escenarios internacionales. En todas las variantes liberales, sean ellas libertarias o neoliberales, los mandatarios suelen otorgar preeminencia a los negocios. Regionalmente, Marcos Robledo ya detectó este pragmatismo casi mercantilista en la política exterior del Chile neoliberal, donde, particularmente con Sebastián Piñera, el impulso empresarial primaba en las decisiones sobre política exterior, manteniendo un perfil bajo cuando era posible.
Por el contrario, la política exterior del gobierno Milei ha resultado ser reactiva y declarativa, en el sentido de que la burocracia diplomática ha tenido que operar reaccionando a las explícitas declaraciones del presidente. En vez de una definida agenda institucional o planeación de la acción exterior, son los abrazos (con Trump y los empresarios estadounidenses) y los insultos (a AMLO, Lula y Petro) los que definen el destino de la Argentina actual en el mundo. De hecho, Alejandro Frenkel habla de una verdadera doctrina internacional de Milei, apegada a un confundido “occidentalismo”, subordinado a Estados Unidos e Israel (aparentemente parte de Occidente), que podría revelarse contraproducente para los intereses de la Argentina. La nueva Guerra Fría, una lectura del tablero geopolítico mundial compartida por Milei e internacionalistas, parece ser una desafortunada conformación anhelada por el mismo mandatario, donde la Argentina sería “la nueva meca de Occidente”.
El problema es que el Occidente elogiado por Milei no está corriendo en su misma dirección. Los propios Estados Unidos están tratando de amortiguar sus involucramientos en los conflictos de Gaza y Ucrania, plantean una reindustrialización forzosamente proteccionista, peculiarmente bajo una posible administración Trump, y la política exterior de Washington se ha entrelazado con derechos civiles y sociales. Por su parte, Milei defiende vigorosamente a Israel, tanto en palabras como en Naciones Unidas, y diferencia entre globalismo económico y sociopolítico, promoviendo el primero pero combatiendo el segundo.
Si en su comprensión de globalismo social incluye derechos reproductivos y sociales, pues la convivencia con el sector demócrata y buena parte del establishment norteamericano será imposible. En un momento de dilemático balance entre amenaza y quietud con China, Milei promueve apertura de bases militares y militarizaciones del Atlántico Sur que podrían no necesariamente configurar en voluntad de los Estados Unidos. El mapamundi mileísta se rehace al eurocentrismo medieval con inserción de Estados Unidos e Israel, pero olvida en lo absoluto a América Latina.
Aquellos procesos emancipadores que vienen atrayendo a la región, como pueden ser los BRICS y CELAC, no persuaden a Milei, que prefiere atarse a foros tradicionales, entre todos ellos Davos, que no han facilitado la realización de las necesidades globales de la Argentina. El componente latinoamericano ni siquiera se limita al vecindario: Milei mira al G7, el FMI y la OCDE, en lugar de reunirse con mandatarios latinoamericanos. Las espinosas cuestiones de Cuba y Venezuela ya han recibido un seco rechazo a cualquier forma de colaboración por parte de Milei, al contrario de AMLO, Lula, Petro y demás gobernantes.
Por otro lado, queda por ver si el bukelismo y el auge de la derecha en Chile, Ecuador y Paraguay puedan legitimar algún tipo de conservadurismo regional que empuje a Milei a jugar sus cartas latinoamericanas. En conclusión, uno de los peligros reales de la creativa política exterior de Milei es la exclusión de Argentina de un lugar privilegiado en el contexto político latinoamericano, con riesgos también para el ámbito económico-comercial. La falta de pragmatismo reduce la política exterior de Milei a interacciones dicotómicas, amigo-enemigo, que pueden conllevar consecuencias negativas a la ya precaria condición del país. En un Sur Global que apuesta a la multipolaridad, la Argentina corre el riesgo de quedarse en el embudo del estancamiento económico, la dependencia y la inflación, sin capacidad de diversificar su proyección internacional.
La abierta subordinación a Washington no garantiza un favorecimiento en la compleja distribución de poderes del Congreso norteamericano, siendo además un interrogante el rumbo internacional del imperio estadounidense a partir de noviembre de 2024. Milei está rompiendo con una tradición pacifista, razonada y equilibrada de la política exterior argentina para proyectar su propia imagen en el mundo, y no la del país. Al parecer, seis meses han sido suficientes para implementar rápidamente estos cambios, pero en caso de fracaso, será imposible deshacerse de su creativa política exterior.
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