Para la economía liberal el cliente siempre tiene la razón. Esta presunción básica radica en la libertad individual de las personas. Cada cual se conoce a sí mismo, sabe qué necesita y qué le conviene. En la actualidad esta es una tesis algo discutible, como lo veremos más adelante.
El famoso lema “el cliente siempre tiene la razón” se le atribuye al comerciante Harry Gordon Selfridge, fundador de la tienda Selfridge en Londres. Aunque no hay precisiones al respecto, el término data de principios del siglo XX y tiene múltiples acepciones según cada país. Todas ellas indican que el cliente tiene la última palabra.
Un caso paradigmático es el de Stew Leonard’s, un supermercado conocido como la “Disneylandia de las tiendas de lácteos”, que en 1992 ingresó al libro Guinness de los Records por obtener “las mayores ventas por unidad de área de cualquier tienda de alimentos de los Estados Unidos”, dato que figura en su sitio web. El éxito se debe a su enfoque apasionado por el servicio al cliente que sigue dos reglas simples:
Regla #1: El cliente siempre tiene la razón.
Regla #2: Si alguna vez el cliente se equivoca, vuelva a leer la regla #1.
Leonard, su fundador, se tomó tan en serio estos principios que los grabó en una roca de granito de tres toneladas que puso en la entrada de cada tienda.
Antes de avanzar, repasemos dos conceptos claves: necesidad y deseo. Para el marketing la necesidad es un estado de carencia percibida y el deseo es la materialización de esa necesidad. Es decir, la forma que adopta la necesidad moldeada por la cultura y la personalidad individual[1]. Lo sintetizo: un brand manager hizo bien su trabajo si a usted, lector, cuando le cruje la panza de hambre, lo primero en que piensa es en comerse una burger de Mostaza con “M, mayúscula”.
¿Cuál es la relación de esto con el lema en cuestión? Lo que quiere el cliente es solucionar los pain points o “dolores” que tiene. Lo quiere ya, fácil, cómodo y al menor precio posible. Por supuesto, esto no supone ninguna novedad, Levitt en los 60’s dijo: “La gente no compra taladros, compra agujeros”. Así que el marketing y la publicidad intentan identificar esos insights del cliente e influir en sus decisiones de compra. Me dirán, la familia, los amigos y el núcleo social también influyen, claro que sí. Pero no tienen el impacto que adquiere el marketing con el advenimiento de la inteligencia artificial (IA).
La IA se ha convertido en una gigantesca máquina que puede llegar a conocernos mejor que nosotros mismos. Con el smartphone en la mano todo el día, cada interacción deja su huella. Según un estudio del Global Web Index, al 2021 un usuario en Latinoamérica pasa alrededor de tres horas y 34 minutos diarios en redes. El sistema recoge todos esos datos y los utiliza para predecir comportamientos.
Así es que los algoritmos pueden conocer qué deseamos, cómo lo deseamos y cuándo lo deseamos con una precisión inaudita. Y diseñar las mejores opciones para nuestras vidas. Dominando nuestra voluntad, sin que tengamos plena consciencia de ello. En palabras de Jobs: “El cliente no sabe lo que quiere hasta que se lo muestras”.
Yuval Noah Harari, historiador y escritor israelí, en su libro Homo Deus –que recomiendo leer–, reflexiona: “Los algoritmos saben exactamente quién es uno, qué siente y qué desea”. El autor ha llamado a esta nueva ideología emergente “dataísmo”, la religión de los datos. Pensemos que buena parte de nuestra vida laboral y personal queda almacenada en la nube, además del uso de redes como vimos y los permisos que otorgamos a las apps para que usen nuestra información como se les plazca. ¿No será demasiado? ¿Es necesario que las apps tengan acceso a toda nuestra privacidad?
Queda claro como nunca antes que el dominio de las matemáticas es absoluto y transversal en nuestra cotidianeidad. Confiamos en que Waze nos mostrará la ruta más rápida para llegar a casa. Confiamos más en una información sobre el cáncer que leímos en alguna página de Google por ahí, que en aquello que nos pueda decir un médico. Tampoco nos cuestionamos por qué YouTube nos corta un video para mostrarnos un comercial de viajes, siendo que estuvimos chateando con un amigo sobre eso horas atrás. Y la lista continúa.
¿Cuánto sigue habiendo de libre albedrío en las decisiones de los consumidores y cuánto de manipulación? Por eso me planteo si el cliente es quien sigue teniendo la razón. Lo concreto es que el algoritmo recoge datos 24/7 sobre hábitos, gustos y elecciones del cliente. Pero la cosa no queda allí: datos de geolocalización, tarjetas de debido y crédito, fotos, opiniones políticas, religiosas, orientación sexual, etc. etc. Su tarea investigativa al mejor estilo Sherlock Holmes llega a su fin cuando puede predecir y anticipar comportamientos.
Cuando digo fin, me refiero a lograr su objetivo comercial, lo cual se esconde tras el relato de: “Hacer del mundo un lugar mejor”. No cabe duda, están diseñados por humanos y no somos perfectos. Aún así, tienen un propósito que es solucionar los dolores del cliente con rapidez, menor estrés y ahorrándoles el trabajo de pensar.
Es la forma en que funcionan los algoritmos, centrando toda su atención en ciertos aspectos y descartando otros. El ejemplo más sencillo: si inicio una búsqueda en Google de la palabra “algoritmo” me arroja 93.900.000 resultados en 0,38 segundos. Resulta imposible leer esa información. Aquí, mi amigo el algoritmo hace el trabajo sucio por mí. Filtra y me tira los nueve resultados más relevantes en la primera página. De vuelta, ¿más relevantes para quién?
Para ir cerrando, el tema central aquí es la confianza que depositamos en la tecnología, la cual no existía tres décadas atrás. Recuerdo que mi madre tenía mucho miedo de usar un cajero ATM para extraer dinero y prefería ir a la caja del banco. Esa barrera se derribó con los años y los algoritmos avanzaron sobre todas las cosas (IoT). Creo que la pandemia, en gran medida, reforzó la confianza en la ciencia. Porque no nos quedaba otra, confinados en casa. Las apps y las vacunas fueron lo que más valoramos en esos tiempos.
Para concluir, en mi opinión estamos dejando de oír nuestra voz interior, nuestros propios instintos, y en cambio depositamos esa fe en una inteligencia superior que recién está en pañales.
Quizá Leonard deba replantearse las reglas de sus supermercados y añadir una tercera opción: “Regla #3: El algoritmo no se equivoca, siempre tiene la razón”.
Y ustedes, ¿qué piensan? Cliente o algoritmo, ¿quién tiene la razón?
[1] Conceptos de Philip Kotler (2017), Fundamentos de Marketing.
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