Por Julián Kanarek | @julian_kanarek

Aguas turbulentas: son las que navega el planeta entero por la realidad de una enfermedad hasta hace tres meses desconocida, su rápida propagación y la amenaza de pandemia.

Derrumbe: es la manera más gráfica de describir las consecuencias económico-bursátiles causadas por el temor mundial.

Ansiedad: es la palabra que mejor describe la reacción de espectadores, mercados, empresas, gobiernos, medios y tomadores de decisión.

Temor: es el sentimiento natural de los ciudadanos que pretenden protegerse y para ello informarse.

Países aislados, ciudades fantasma, vuelos y eventos cancelados, partidos a puertas cerradas, cuarentenas preventivas u obligatorias.

Esta es una somera e inexacta descripción del mundo tal y como lo percibimos hoy. Ante esta realidad, la comunicación de crisis nos interpela para atender las expectativas y evitar convertir a los discursos públicos en un elemento más de incertidumbre.

La información proviene de diversas fuentes: instituciones supranacionales con especialización (salud, turismo, economía), gobiernos, medios, empresas, políticos de oposición, comunicadores. Estas fuentes son las que nutren de información habitualmente a sus públicos. Responden a diversos intereses y actúan de manera descoordinada, inconexa e inexperiente.

Los ciudadanos, acostumbrados -actualmente- a consumir comunicación en exceso, acuden a los medios, a las redes, a las instituciones. Hacen circular aquella información que les resulta relevante, por convicción o por temor. Y bombardeados por una cantidad y una complejidad de información difícil de asimilar, intentan mantenerse al tanto de la amenaza mundial de la que todos hablan y que tantos problemas ya causó.

La mayoría de los ciudadanos no tenemos elementos como para evaluar ni opinar sobre la situación sanitaria nacional o mundial. Tampoco importa mucho más que la manera de protegerse y proteger a los más cercanos. Intuitivamente utilizamos las maneras de acceso a la información a las que estamos habituados y pocas veces vamos a cuestionarnos su credibilidad o pertinencia.

El problema hoy es la cantidad de fuentes de información existentes, la desigual capacidad de penetración y la ausencia de jerarquización del discurso público. El mundo ha asistido y subsistido, a varias emergencias sanitarias de magnitudes planetarias pero ninguna con este grado de sobre-estimulación informativa y desconfianza. Ninguna en el auge de las redes.

La comunicación en tiempos de crisis debe arrojar certidumbre, generar la tranquilidad necesaria para poder atender, entender y reaccionar ante toda instrucción sanitaria o conductual que resulte relevante. Así los ciudadanos se verán estimulados a la acción, que en este caso es prevención.

Dos elementos propios de las redes como la saturación y la circulación de información falsa son amenazas reales a las necesidades sanitarias administradas y jerarquizadas por las autoridades de la salud. Entender y acompañar las políticas de salud es crucial para uniformizar los mensajes.

Darle voz a los profesionales competentes, solo y siempre que sea necesario, mejora las capacidades de impacto. Debemos ser claros en la magnitud del problema (baja o alta) y construir mensajes claros y fáciles de decodificar. Priorizar siempre las fuentes oficiales e informar ordenadamente, olvidando por un tiempo el clickbait y los likes.

El coronavirus interpela al mundo entero en su capacidad de contención y respuesta sanitaria, amenaza las economías por acción directa o por derrame y nos enfrenta a una nueva realidad informativa: crisis en tiempos de redes.

La comunicación es una faceta importante de esta realidad. Genera y responde expectativas de la ciudadanía y puede colaborar o entorpecer el desenlace. Un abordaje responsable debe primar para no convertir la comunicación de crisis también en una crisis de comunicación.