Esta Copa del Mundo estuvo cargada de polémicas relacionadas con la política y el fútbol. Muchos pretendieron asignar a las selecciones clasificadas a Catar y a los jugadores un papel de denuncia que no tienen que cumplir.
Nada tienen que ver las selecciones nacionales y sus integrantes con la corrupción en la asignación de la sede del Mundial, y mucho menos con las leyes contra las minorías -por más ridículas que parezcan- del país organizador.
El juego del fútbol no es ni debe ser el de la política. El espectáculo deportivo de 90 minutos tiene que permanecer libre de ella y evitar a cualquier costo ensuciarse de las montañas de estiércol que lo rodean.
Quienes se aventuraron en el inhumano mundo de las federaciones y asociaciones de fútbol coinciden en afirmar que es un negocio para tiburones donde los delfines -llámese los románticos o los que conectan con la esencia original del deporte- no tienen lugar.
Si lo que rodea al fútbol está infectado de la peor política y de corrupción, problema de los que lo hacen, no de los jugadores y mucho menos del juego en sí.
Curiosa contradicción la de este deporte nacido en Inglaterra con difusión planetaria, movilizador de multitudes y agitador de pasiones: logra que al menos durante 90 minutos 22 personas acepten las mismas reglas sin importar el color de la piel, la religión, la estatura, el color de los ojos, el idioma, la clase social ni la educación.
Colosal actividad humana donde, además, no siempre gana el más poderoso.
Planteo la interrogante: ¿no debería ser visto como un logro de la humanidad? Porque a diferencia de las leyes físicas, que son iguales para todo el mundo, aunque nos opongamos, en el fútbol se asume un acuerdo de voluntades para aceptar y acatar las reglas que impone el reglamento y respetar el arbitraje -ahora ayudado por el polémico Var.
Solo invito a imaginar que en los países que integran las Naciones Unidas respetasen las reglas de conducta y las decisiones igual que sucede en un partido de fútbol. Por ejemplo, los 30 artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
La reflexión viene a lugar para intentar demostrar que el fútbol nos muestra que cuando el bien común, el interés de todos, prima -en este caso que los partidos se jueguen, que finalicen y que haya un ganador, para que los televidentes e hinchas disfruten el desenlace y el negocio millonario funcione- las partes enfrentadas se ponen de acuerdo y el planeta agradece, vive y disfruta del espectáculo.
Por eso, ponerle política al juego y usar la vidriera que da el fútbol para reivindicaciones políticas es una tentación en la que no hay que caer. El fútbol no tiene que asumir lo que les corresponde a la Justicia, la diplomacia, las políticas públicas o a la propia política.
Los jugadores individual y colectivamente pueden manifestar lo que quieran en uso de su libertad, pero utilizar la plataforma que otorga el juego, el partido y una camiseta para hacerlo me parece un error.
Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Hay que separar la aguja del telar. El juego debe permanecer sagrado, inmaculado, intocable; intentar mantenerlo impoluto porque a fin de cuentas es eso: un juego. Esa fue una de las mejores enseñanzas que nos dejó el jugador más humano y maravilloso de todos los tiempos, Diego Armando Maradona, cuando retornó a La Bombonera en uno de sus tantos intentos de volver a ser el 10 de Boca Juniors.
Maradona entendió todo: la miseria en torno al fútbol y su política, las conspiraciones, la suciedad del negocio, el precio a pagar por la fama, las falsas amistades, los que usan a los jugadores, etc. Pese a todo eso que a la postre le costó la vida, comprendió la esencia del juego y en cierta forma lo redimió cuando agarró el micrófono ante cuarenta mil personas que lo ovacionaban y dijo: “La pelota no se mancha”.
No hay nada más que agregar. Lo dijo todo.
PD1: En la Copa de Oro (1980-81) realizada en Montevideo para celebrar los 50 años del primer campeonato mundial de 1930 con los campeones hasta entonces, Inglaterra decidió no participar por estar en contra de la dictadura militar en Uruguay. En su lugar vino Holanda.
PD2: Esta columna fue escrita previo a conocerse días pasados una sentencia de muerte a Amir Nasr-Azadani, jugador de fútbol iraní, por apoyar la lucha contra la opresión de las mujeres en ese país. La noticia que corrió como un reguero de pólvora por las redes y los medios despertó la indignación del mundo entero, y el pedido de la Fifpro para detener la ejecución y eliminar la sentencia. El tema no es el fútbol, ni que sea jugador: el tema es que en Irán violan sistemáticamente los derechos humanos y reprimen, encarcelan y matan a disidentes por el mero hecho de clamar por libertad y derechos humanos. Eso no tiene nada que ver con el fútbol.