“La nuestra es agua del río mezclada con mar…”, cantaban hace unas semanas los Fabulosos Cadillacs en el Antel Arena (irónicamente, al que varios adjudican la responsabilidad de la situación que estamos viviendo), y prácticamente a todos los que estuvimos ahí ese día se nos vino a la cabeza, con una sonrisa cómplice y una mueca de preocupación, la situación inédita que está atravesando nuestro país.
“Uruguay se está quedando sin agua”, titularon varios medios internacionales. Y si bien la cosa no es tan así, hoy el área metropolitana enfrenta una dura realidad a la que, más allá de que algunos se acostumbraron rápido, está lejos de solucionarse; y para muchos implica cambios en la vida cotidiana, y en el bolsillo, que hacen aún más compleja una realidad que hace rato no les resulta fácil.
Los uruguayos crecimos considerando el agua un recurso inagotable, y acceder al agua potable siempre fue tan sencillo como abrir una canilla. Hace décadas que la OSE pierde casi la mitad del agua que produce, así como si nada. Es verdad que, desde hace unos cuantos años, esa realidad empezó a cambiar. Unos cuantos empezaron a consumir agua mineral (a la que llamábamos Salus, porque ni siquiera había prácticamente competencia) y otros tantos empezaron a utilizar filtros, desconfiando un poco, al menos para beber, del agua que nos brinda el Estado.
Desde hace tiempo, algunas voces aisladas vienen advirtiendo la situación. El científico Daniel Panario, por ejemplo, fue de los primeros en decir que había dejado de tomar agua de la canilla, porque consideraba que su consumo podía ser perjudicial para la salud a largo plazo. Es innegable que la calidad del agua en su origen (básicamente el Santa Lucía) fue deteriorándose, al punto que la OSE debió invertir cada vez más millones de dólares en químicos para lograr hacerla potable. Pero más allá de su calidad, también hubo quienes advirtieron del riesgo que implicaba tener una sola fuente para abastecer prácticamente a la mitad de la población. A nivel nacional, fue la última lucha del “ñato” Eleuterio Fernández Huidobro, al que muy pocos escucharon. Tan pocos, que el último gobierno del Frente Amplio priorizó, con el respaldo de su “compañero de todas las horas”, José Mújica, la obra del Antel Arena, por encima de la represa de Casupá, según reconoció por estos días el exministro de Economía, Danilo Astori. Pero también hubo quienes a nivel internacional nos advirtieron de la situación. El experto israelí Diego Berger dijo a mediados del año pasado que era “un milagro” que el área metropolitana no tuviera problemas de abastecimiento con el esquema actual.
Es cierto que había y hay planes al respecto; el propio proyecto de Casupá, que el gobierno anterior le dejó planteado al actual, y el proyecto Neptuno, mucho más ambicioso (y también polémico), son propuestas que buscan dar alternativas a la situación que hoy nos toca enfrentar. Pero llegaron tarde. Porque los uruguayos, los ciudadanos y los políticos, que al fin y al cabo son nuestros representantes, seguramente por estar mal acostumbrados, nunca le dimos prioridad al asunto. Hicimos oídos sordos, al punto que hasta que no le sentimos gusto salado al agua, el tema prácticamente no estuvo en la agenda. Ni siquiera alcanzaron las cianobacterias, para que nos diéramos cuenta que algo andaba mal.
Hasta que llegó la sequía. Seguramente la peor de la que tenemos memoria. Y sin embargo, a pesar de que en el interior sus efectos se sufren desde hace muchos meses, en la capital, tantas veces de espaldas al resto del país, seguimos casi sin preocuparnos. Hasta que, un día, le sentimos un gusto raro al agua que usábamos para el mate, el café, para cocinar, y que la mayoría seguía tomando. Casi sin advertencias, en una comunicación errática que fue generando más dudas que certezas, el gobierno informó (tarde y mal) que se había empezado a tomar agua del Rio de la Plata, puesto que la que aportaba el Santa Lucía no era suficiente. Agua con un mayor nivel de salinidad y que, además, implica para su potabilización un mayor uso de químicos, en niveles que superan los establecidos por la propia OSE. Es “apta para el consumo humano” aseguraron las autoridades, pero para entonces uno ya veía a la gente cargando bidones por la calle, como abasteciéndose para una catástrofe.
Durante varias semanas, y ya con el agua al cuello (o, en este caso, por los tobillos) se siguió haciendo un uso indiscriminado (desde lavar veredas hasta llenar piscinas) de un recurso que en el mundo es escaso (y alcanza con viajar un poco para saber que en pocos lugares del mundo se toma el agua de la canilla, mientras en Uruguay usamos esa misma agua para tirar de la cadena).
Muchos cambiamos nuestras costumbres, los que podemos, y otros siguieron tomando agua que no solamente tiene un sabor distinto, sino que tienen razones para desconfiar acerca de que pueda tener efectos nocivos para su salud. Los bidones se agotaban en los comercios, y si bien para algunos puede implicar “dejar de comprar Coca Cola, para comprar agua” (como dijo la vicepresidenta de OSE, Susana Montaner, en una declaración que deja en evidencia las contradicciones y la confusión que la comunicación oficial generó al respecto) para otros no hay más remedio que seguir tomándola. Muchas familias, aquellas que pueden, tuvieron que hacer ajustes en su presupuesto mensual, y otras, las que padecen la mayor cantidad de necesidades básicas insatisfechas, recibieron un mínimo apoyo de parte de un gobierno que por un lado dice que el agua de la canilla es “apta para el consumo humano” y por el otro abastece de agua mineral a aquellos que no pueden acceder a ella.
Pero entonces, ¿en qué quedamos? ¿El agua que sale de la canilla es apta o no para el consumo humano? ¿Es potable? La ciencia parece indicar que debería consumirse durante años, tal vez décadas, para tener efectos nocivos en la salud. Y se supone que es una situación que no debería durar más de algunas semanas, aunque la situación se ha ido prolongando en el tiempo, y la propia OSE ha debido postergar los plazos que se había fijado, porque lo cierto es que las pocas lluvias que han caído no han sido suficientes, y el riesgo de llegar a una situación de desabastecimiento sigue latente. Parece mentira, pero ese recurso que parecía infinito, casi de un día para el otro ya no lo es.
¿Qué hicimos mal? Seguramente hay respuestas de corto, mediano y largo plazo para eso. En lo más inmediato una torpe comunicación por parte del gobierno, reflejada en su extremo en la declaración de Montaner, que debería hacernos cuestionar la integración de los directorios de los entes, que sigue teniendo un componente mucho más político que técnico.
En el mediano plazo, una responsabilidad política, tanto del oficialismo como de la oposición, que además han estado en los últimos años de los dos lados del mostrador.
Pero en el largo plazo, hay un serio problema cultural, de no valorar un recurso escaso en el planeta, que va desde dejar abierta la canilla cuando nos lavamos los dientes, hasta descargar una cisterna entera para tirar por el caño un poco de pichí.
La crisis actual debería hacernos reflexionar. Por un lado, acerca de la necesidad de alternativas estructurales (ya sea la represa de Casupá, el proyecto Neptuno, u otras ideas que puedan ponerse sobre la mesa). Pero por otro lado, y tal vez más importante, acerca del uso que le damos a un recurso muy valioso, que estamos mal acostumbrados a desperdiciar ¿Aprenderemos la lección? ¿Será necesario que llegue el día en que no podamos bañarnos, cocinar, lavar la ropa o tirar de la cadena? Ojalá no se llegue a ese extremo, pero aún así, dudo que aprendamos a valorar lo que tenemos. Porque algún día vendrán las lluvias, y volveremos a la vieja normalidad, y las malas costumbres. Durante la pandemia mucho se habló de que saldríamos mejores, y seguimos igual, o peores.
Mientras tanto, como alguna vez dijo durante su gobierno Jorge Batlle, en el que la falta de lluvia también nos afectó, generando además de problemas al sector agropecuario una crisis energética, habrá que rezar (o apostar) a que “el buen Dios proveerá”. Porque cuando uno ve los contenedores llenos de bidones vacíos, donde el aire ocupa más lugar que la basura, se da cuenta que los uruguayos, y en particular los que vivimos en la capital, estamos lejos de preocuparnos por el prójimo. Y mientras nos quedamos sin agua nos distraemos discutiendo si águila o paloma.