Se hace oportuno recordar el proceso por el cual se originó una de las peores crisis de nuestra historia. Una crisis, que no fue sólo económica sino también financiera y social. Una crisis que dejó a gran parte de nuestra sociedad sumida en la pobreza, un país casi paralizado y en jaque la credibilidad de las instituciones. Pero, por sobre todas las cosas, modificó las percepciones políticas e ideológicas imperantes en dicha época.
En la década del ochenta, con Margaret Thatcher y Ronald Reagan como impulsores, se empieza a gestar la idea de que los países deben adoptar modelos neoliberales en sus economías, promoviendo reformas estructurales, cuyo objetivo era construir Estados mínimos. Los instrumentos principales de dichas reformas eran el recorte del gasto social, la privatización de las empresas públicas y de los sistemas de seguridad social.
Estas políticas tienen un sustento ideológico claro y deliberado: el mercado como principal ordenador de la vida de la gente, lo individual sobre lo colectivo y lo privado sobre lo público. Podemos recordar una famosa frase de Margaret Thatcher, que resume muy bien su concepción ideológica: “No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”. En una sola frase niega la condición humana, es decir, elimina de un plumazo la estructura gregaria de nuestra especie.
En este marco político e ideológico, nuestros países empiezan a formular políticas públicas de Estado en los años `90. Recordemos los ejemplos más relevantes de la aplicación de dichas políticas: México con la privatización de la mayoría de sus empresas públicas en la época de Carlos Salinas de Gortari, que terminó con la “Crisis Tequila” en 1994. Posteriormente, la crisis en Brasil en 1999, surgida a partir del “Plan Real”, que entre otros elementos tuvo un fuerte componente privatizador: privatizaron más 68 mil millones de dólares de activos públicos. Finalmente, recordemos la crisis de Argentina del 2001, crisis que se origina con el plan “Uno a uno”, financiado sustancialmente con la venta de empresas públicas: petroleras, eléctricas, telecomunicaciones, correo y bancos.
Todas tenían un componente común, la venta de activos públicos y el recorte del gasto social. Pero en ninguno de los casos el mercado resolvió las crisis sociales de dichos países, se habían privatizado las ganancias y se habían socializado las pérdidas.
Nuestro país y parte de nuestro sistema político no fue ajeno a las reformas estructurales implementadas en los países mencionados. Como sabemos, nuestra sociedad no permitió reformas ortodoxas del estilo de los países mencionados. Cuenta de ello, fue el fuerte rechazo a todas las políticas que intentaron privatizar las empresas públicas. Primero con la Ley de Empresas Públicas (1993), luego con el intento de privatizar parte de Ancap (2003) y con el Plebiscito por el Agua (2004).
No obstante, sí se implementaron políticas que tuvieron como guía al “Consenso de Washington”. En materia laboral, el Estado se retiró de las instancias de negociación tripartita, suspendiendo la convocatoria de los Consejos de Salarios a partir de 1991. Esto descentralizó la negociación salarial a nivel de empresa, reduciendo sustantivamente la cantidad de convenios colectivos en el área laboral. Mientras que en el período 1985-1989 existieron un total de 792 convenios (113 de promedio anual), la cifra cayó a 401 durante 1990-1994 (80 de promedio anual), manteniéndose en cifras similares en el período 1995-1999 (444 en total y 88 de promedio anual).
Esto representó la existencia de un 45% de convenios laborales menos entre el período 1985-1989 y el período 1995-1999. En tanto, en 1990, mientras la casi totalidad de los trabajadores formales privados se encontraban cubiertos por alguna forma de convenio, esta cifra se desplomó al 27% de los trabajadores en el año 2000.
En materia de política fiscal, los sucesivos gobiernos tuvieron programas de ajuste en sus primeros años de administración. Estos ajustes se caracterizaron por el aumento del gravamen al consumo y a los salarios. También se profundizó la apertura financiera, hecho que en un contexto de alto flujo de capitales a la región, aumentó sustantivamente los niveles de inversión financiera externa.
Podemos decir que esos polvos terminaron estos lodos. Después es cuento conocido: 4 de cada 10 uruguayos y más de la mitad de los niños de nuestro país pasaron a vivir en condiciones de pobreza. El desempleo alcanzó el 20% en el 2002, el salario real cayó un 20%. Desde el 1999 a 2002, decreció la economía terminando en el 2002 con una baja del 12%. La deuda superó el 100 % del PIB, los depósitos en dólares eran el 90% y la mitad de no residentes.
A principios de agosto del 2002, nuestro país recibió un préstamo puente del FMI por 1.500 millones dólares para frenar una corrida bancaria, originada fundamentalmente por el retiro de depósitos de bancos privados como el Banco Galicia y el quiebre del banco privado, el Banco Comercial. Ninguno de los accionistas principales de dichos bancos realizó una capitalización para frenar la corrida y no solo eso, sino que en el caso del Banco Comercial y el de Montevideo, los propios dueños y gestores retiraron fondos de manera ilegal.
Fue el sistema político y las instituciones de nuestro país quienes le hicieron frente a la crisis. Fue un político de pura cepa y dialogador como Alejando Athugarry quien asumió como Ministro de Economía. Fue el acuerdo entre la coalición gobernante y el Frente Amplio el que permitió una salida institucional a la crisis. Fueron los sindicatos y las organizaciones populares quienes ofrecieron solidaridad y un plato de comida a nuestra población a través de las ollas populares.
Fue lo colectivo sobre lo individual, fue lo público sobre lo privado, fue el pueblo organizado frente al mercado quien encontró una salida a la crisis del 2002.
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