La historia de las civilizaciones tiene una constante, es la relación de los seres humanos con el territorio. La ultra modernidad, la globalización o como se le quiera llamar a este nuevo siglo ha incorporado la tecnología como el factor capaz de modificar radicalmente esa relación. Ya no dependemos del territorio, somos supuestos habitantes de un planeta común. Se trata de una revolución cultural, en primer lugar en la percepción de una parte importante de la población mundial. La otra, la excluida no tiene ni siquiera la posibilidad de estas abstracciones.
No es sólo un fenómeno cultural, es también económico, productivo, social. La cúspide, el ápice de esta visión fue la desaparecida “nueva economía”, esa cadena de valor “novísima” e inmaterial que explotó con los negocios en Internet y que tuvo su máxima expresión en los 5.000 puntos que alcanzó el índice NASDAQ en marzo del 2000. Ahora cotizan a la mitad...
Roberto Savio en un artículo publicado en Bitácora hace algunos meses escribía “En otras palabras, quien ha cambiado es el capitalismo, que ya no se siente responsable del territorio en el que opera, y por consiguiente tampoco de sus ciudadanos.”
Este cambio obedece esencialmente a la lógica del beneficio absoluto. Según el economista Paul Krugman, de la Universidad de Princeton, esta lógica del beneficio absoluto, se desata con el fin de la guerra fría y la caída de la Unión Soviética. Se inicia la fase salvaje del capitalismo. Krugman ofrece el ejemplo de John Rockefeller, el más rico hombre de los Estados Unidos, durante la época de oro del desarrollo del capitalismo. En 1894 declaró un beneficio de un millón doscientos cincuenta mil dólares, cerca de 7000 veces el ingreso medio americano de esa época. El director de una de las Fundaciones Hedge, James Simons, el pasado año ganó mil setecientos millones de dólares, que es más de 38.000 veces la tasa de ingreso media. Estos son algunos ejemplos mínimos.
¿Hacia dónde vamos con esta tendencia? No es una pregunta superflua, un divague intelectual, tiene que ver con el destino nacional y más en general con América Latina. En los últimos meses, en mi viaje a Italia, en algunas lecturas comienzo a percibir un cambio: una revalorización de la relación territorial.
Las nuevas tecnologías de la información o las biotecnologías pueden producir y están produciendo enormes cambios pero hay algo que no pueden cambiar, las dimensiones territoriales y ciertas relaciones entre los seres humanos y su entorno. Creo percibir leves pero interesantes señales de que los países y las regiones donde todavía hay espacios territoriales, relaciones entre población y territorio que permiten encarar proyectos de producción, pero también de vida diferentes, con otra calidad y otras posibilidades se están valorizando aceleradamente.
El extremo opuesto de esta relación seres humanos-territorio, donde lo que domina todo es la civilización del automóvil, del smog, del amontonamiento y la falta absoluta de espacio es el Principado de Mónaco. No debe existir en el mundo mayor densidad de inversiones inmobiliarias, de coches de lujo, de yates y de riqueza. ¿Qué lo sostiene y le da impulso? ¿Las bellezas naturales? ¿El paisaje? ¿La oferta cultural? ¿La calidad de vida?. Nada de eso, esa es la cáscara, la pulpa es una sola, es la evasión fiscal unida a la imagen. Un batido de negocios y de status.
Nosotros somos el extremo opuesto, y con nosotros varios países vecinos. Me refiero a una relación habitante-territorio, a una potencialidad en proyectos y procesos productivos en los agronegocios, en el turismo, en la forestación, la silvicultura, la pesca artesanal y los cultivos en el mar, ríos y lagunas. Hay países cuyo gran potencial de desarrollo y crecimiento es su enorme población, China y la India en primer lugar, el nuestro es el territorio es la capacidad de producción muy superior a los consumos de nuestras poblaciones.
Pero no es sólo un elemento productivo, es también de calidad de vida, de libre relación con el ambiente, con el entorno y de relación entre la realidad y su representación. Tomemos un pasaje de Jorge Luis Borges:
En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del imperio, que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del Oeste perduran las despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas.
Abusemos de la literatura, Italo Calvino nos relata que Kublai era un atento jugador de ajedrez [...] Pensó: Si cada ciudad es como una partida de ajedrez, el día en que yo conozca sus reglas finalmente poseeré mi imperio, a pesar de que jamás conseguiré conocer todas las ciudades que éste contiene. [Pero] Con el propósito de desmembrar
sus conquistas las redujo a la esencia, Kublai hubo alcanzado el extremo de la operación: la conquista definitiva, delante de la cual la construcción de realidades...
los multiformes tesoros del imperio no pasaban de involucres ilusorios, se reducía a una tesuela de madera pulida: la nada... Aquí Calvino muestra cómo Kublai construyó un modelo de representación tan sofisticado que le satisfacía de tal modo que se sintió capaz de construir la realidad sin tener contacto con ella –o sin que, de hecho, ella existiera necesariamente-.
Es de estos modelos de representación tan abstractos de la riqueza que proyectan un imperio que no necesariamente tiene que ver con la realidad. Las cifras que teóricamente se manejan en las bolsas, en los negocios de comodities a futuro, en la especulación financiera total se parecen cada día más al proyecto de Kublai. Y cuando se tocan con la realidad, por ejemplo en la especulación inmobiliaria, inexorablemente son alcanzados por los hechos y sometidos a su dura y pérfida prueba.
El diseño ideológico del mundo global, tiene las proporciones del mapa de Borges y en los momentos de lucidez los seres humanos logramos percibir que bajo nuestros pies sigue habiendo tierra, pegada a nuestros zapatos o a cientos de metros de distancia en los rascacielos reales o virtuales. Y que las zanahorias, el cilantro, un olivo o los huevos siguen allí, pegados a la tierra.
En los raptos de cordura miramos el firmamento y si el humo de los incendios o la desolación de las inundaciones nos lo permiten comenzamos a preocuparnos por nuestro territorio, por su temperatura y por nuestro destino como especie. Las representaciones tan sutiles que todos los días y en todos los canales de información nos gritan las tendencias de los mercados, los precios de las acciones dominan nuestras vidas. Las entendamos o no, seamos propietarios de una sola de esas acciones o como integrantes del ejército de enajenados propietarios de la nada.
La distribución de la riqueza sigue siendo un problema de clases sociales, la libertad de las necesidades sigue presidiendo luchas, sueños y desvelos. El territorio es no sólo espacio de esas y otras aventuras, sino cultura, identidad y sensibilidad. El peligro sigue siendo que en “las despedazadas ruinas del mapa” vivan cada día más mendigos en territorios pródigos.