La semana pasada la mirada azul y penetrante de Imilce Viñas nos observó desde la portada de los diarios y los canales de televisión. Ya no estaba, era un recuerdo de sus obras de teatro, de sus programas de televisión y - para los que la conocimos - de su personalidad y de su humanidad. Se murió casi sobre las tablas, dirigiendo “El suicidado”.
Yo la conocí, junto a Pepe, su compañero. No la conocí mucho. La traté algunas veces, la vi muchas y, leí en estos días las cosas que se dijeron de ella. No hay que ser un especialista para valorar en un país de actores y directores de teatro a alguien como Imilce. Por su versatilidad, por la capacidad de transmitir sentimientos, de emocionar y de hacer reír, una de las formas más difíciles de transmitir sentimientos.
Lo habrán dicho muchos, voy a repetirlo: me cuesta recordarla con tristeza, porque transmitía buen humor, buena onda, un sentido entusiasta de la vida. En uno de los canales de televisión transmitieron varias veces una escena de un programa cómico donde Imilce junto a Laura Sánchez hacían de vecinas chismosas. Y todavía me estoy riendo, por muchos motivos, pero sobre todo porque el humor se le salía del libreto, de todos los libretos. Era ella – las dos en realidad – que miraban a sus semejantes con malicia y con bondad desde aquel balcón electrónico. Y eran ácidas y lúcidas. Imilce en particular.
Su última obra, la que estaba dirigiendo, y que sigue en cartel a pesar de su muerte contiene muchas paradojas. Si hay alguien que nunca se hubiera suicidado, ni para protestar contra Stalin o contra nada, esa era Imilce. Su empecinada lucha por la vida fue lo mejor de ella. Y no fue fácil.
Ser una gran actriz y alcanzar esos niveles no le debe haber sido fácil. El hada Titania debía romper todos los estereotipos, todos los lugares comunes, todas las imágenes de los cuentos de hadas. Algún crítico de aquellos tiempos cuando estrenó “Sueño de una noche de verano” se lo quiso recordar. En realidad todo es un problema de alas, del tamaño de las alas para hacer volar la emoción y el cariño y ella tenía una enormes alas de ensueño.
La otra paradoja tiene que ver con su trayectoria política. En estos tiempos donde cada uno hace un gran esfuerzo por concentrarse en el medio, por no desentonar, por camuflar “pecados” del pasado, pocos nos acordamos que Imilce fue una luchadora con todas las letras, que fue militante de izquierda, comunista, que se exilió perseguida por la dictadura, por lo que hacía sobre las tablas y por lo que pensaba y osaba arriba y abajo del escenario.
Estos son tiempos donde el post modernismo no está tanto en la interpretación de la historia y del destino de nuestras sociedades, sino sobre todo en el empecinado esfuerzo por rescribir el pasado sin épica, sin aventuras, sin peligros. O mejor sin el peligro de haber osado soñar y pelear por un mundo sin explotados. Una historia que admite y necesita de gente que incluso se casó mucho más tarde por la iglesia con su querido Pepe y que asumió su propio Dios. Si hay algo que los seres humanos desmentimos todos los días, es nuestra simplicidad.
Está bien, discutamos si el modernismo y el progreso han fracasado tanto en las sociedades como en el arte, la cultura y el pensamiento pero hay vidas que se construyeron en todos esos terrenos con grandes horizontes, y sólo los grandes viajes, los grandes relatos persiguen esos lejanos e inalcanzables firmamentos de justicia y de libertad.
No debemos negarnos a enfrentar todas las tempestades intelectuales, todos los cuestionamientos y las críticas, es en ese terreno que se avanza o se retrocede en la historia desde aquellas ágoras del siglo de oro en las polis griegas y donde no por casualidad el teatro alcanzó cumbres insuperables. Lo que no es justo es que nuestras lápidas, nuestros epitafios se escriban matando a la historia. Sería una forma de morir dos veces.
Un adiós a Imilce que nos dejó su amor, su humor, sus sueños y sus peleas.
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