Cuando el teléfono suena de madrugada instintivamente pensamos que es una mala noticia. Sin embargo, una vez al año, a principios octubre, un puñado de personas recibe una llamada tempranera que le cambia la vida y, junto con una medalla dorada, pone su nombre en la historia. Así empieza el anuncio de los premios Nobel de cada año.
En este 2022, el primero en recibir esa llamada fue el biólogo sueco Svante Pääbo, un nombre híper conocido en el mundillo antropológico y genético, pero casi ignoto para el resto de los mortales, aún cuando gracias a él (y a su trabajo y a los investigadores que colaboraron con él) hoy entendemos mejor nuestro genoma y lo que nos hace únicos como especie. Fue Pääbo quien recibió la llamada este lunes y quien ganó las 10 millones de coronas suecas (alrededor de US$ 1 millón) del Premio Nobel de Medicina. El martes fueron otros tres —John Clauser (EEUU), Alain Aspect (Francia) y Anton Zeilinger (Austria)— quienes obtuvieron el Nobel de Física por su papel en la segunda “revolución cuántica”.
Pääbo, Clauser, Aspect y Zeilinger. Los nombres.
Pero, ¿qué hay detrás de esos nombres solitario, de esas llamadas, de esa posteridad, de ese brillo dorado?
Esa llamada viaja desde la ilustre Academia Sueca de Ciencias y anuncia, para alegría de quien levanta el teléfono, quién se lleva ese año un premio Nobel. Si es lunes siempre será el Nobel de Medicina, que marcará el comienzo de la semana de estos premios que se entregan casi sin interrupciones desde 1901. En total son cinco galardones, uno por día desde ese lunes hasta el viernes. Y tres de ellos distinguen un aporte revolucionario a la ciencia: Medicina (el lunes), Física (martes) y Química (miércoles). El jueves y el viernes son para el Nobel de Economía y de la Paz.
Ninguno de los anuncios se hace por mail o por carta membretada. Es una persona que toma su teléfono, se presenta como miembro de la Academia y transforma un “hola” en felicidad y ese segundo en reconocimiento a décadas de trabajo. Pero si le quitamos la emoción del momento, ¿qué premia el Nobel? ¿Premia años de investigación? ¿Premia la inspiración personal de una mente superior? ¿El esfuerzo y la inteligencia de haber aportado un conocimiento extraordinario, tal vez?
Los Nobel en las áreas científicas son, sin dudas, un galardón a la capacidad única del ser humano de entender la naturaleza que lo rodea, de utilizar su curiosidad e intelecto para cambiar el mundo, para evolucionar y revolucionar. Sin embargo, nada en ciencia funciona en soledad. La ciencia es un trabajo grupal, de intercambio de datos, de construcción colectiva de conocimientos que se acumulan durante años, que se amplían, se refutan, se corrigen y continúan. De hecho, la culminación del trabajo científico llega cuando el hallazgo se transforma en un artículo que se publica en una revista científica cuyo fin es que esa nueva información llegue a otros científicos, para que puedan aprovecharlo, citarlo y seguir avanzando.
En este escenario, el momento Eureka en solitario es infrecuente. No obstante, los Nobel en las áreas científicas lo gana una o, como máximo, tres personas cada año. Los ganadores suelen ser la punta del iceberg, los responsables de grupos que desde hace años conducen líneas de investigación en las que participaron decenas de personas, que formaron a jóvenes científicos que incluso hicieron sus propios aportes a la investigación, muchas veces esenciales, aunque invisibles. ¿Y ellos reciben el Nobel? No, y tampoco lo esperan.
Por supuesto, alguien tiene que ganar y las reglas del juego están claras. ¿Cómo premiar a todos cuando la ciencia se construye en conjunto? ¿Cómo elegir quién fue “el primero”, cuando al mismo tiempo, en diferentes partes del mundo, varios grupos de investigadoes pueden estar tratando de dilucidar la misma cuestión en una carrera por publicar primero?
De hecho, cuando en 2020 el Nobel de Química fue para Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier por “descubrir el método de edición genética CRISPR” —una revolucionaria herramienta que seguramente en el futuro cercano nos permita “reparar” el ADN y curar lo que hoy es incurable—, en el camino quedaron otros. Uno fue el japones Yoshizumi Ishino, que en 1987 detectó por primera vez las secuencias genéticas que se repetían en el genoma de bacterias y que luego fue la base del trabajo de Doudna y Charpentier. Otro fue el español Francisco Mojica, que en los años 90 se dedicó a entender esas secuencias e incluso acuñó el nombre que hoy hace famosa a esta técnica. Al final, fueron Doundna y Carpentier las que transformaron ese conocimiento en una aplicación y por eso la Academia Sueca de Ciencias decidió otorgarles el Nobel. Para la historia, Mojica e Ishino serán, como mucho, ganadores morales.
¿Entonces hay algo malo en los Nobel? En lo personal siempre me entusiasman. Casi como si pudiera ganar uno, y aún cuando sé que tiene aspectos menos luminosos (como la casi nula presencia femenina ya histórica), espero cada año la revelación del nombre que me llevará a conocer más sobre los resultados de la maravillosa mente humana (colectiva) en acción.
¿Qué mejor oportunidad para que la sociedad se acerque a una labor científica que hoy nos permite estudiar el ADN de un organismo que vivió hace miles de años y entender a la especie humana desde un punto de vista genético? ¿Qué chances de conocer más sobre los genes que heredamos de los Neandertales? ¿Y por qué eso no puede interesar? Pääbo ganó este año por ayudarnos a entender mejor nuestro genoma. Clauser, Aspect y Zeilinger por la segunda “revolución cuántica”, que tiene que ver con procesar y transmitir información utilizando las leyes de la física cuántica. La primera revolución cuántica, liderada hace un siglo por Albert Einstein, Max Planck y Niels Bohr, entre otros, aportó las bases teóricas de la mecánica cuántica que hizo posible el desarrollo de lásers y materiales semiconductores que hoy están en el corazón de computadoras y celulares, pero también lavadoras y televisiones. Imaginen entonces lo que podrá deparar la segunda revolución.
Sin embargo, además del regocijo de ver e imaginar el avance del conociemiento, lo que más me emocionó fue la frase que este martes dijo Zeilinger: “Este premio es un estímulo para los jóvenes: el premio no sería posible sin los más de 100 jóvenes que han trabajado conmigo a lo largo de los años”.
Así, aún en el anonimato, este reconocimiento recuerda que la ciencia es colectiva, acumulativa y, gracias a la mente humana, siempre tiene nuevos horizontes.