La inesperada votación del presidente brasilero Jair Bolsonaro en las elecciones del domingo pasado en la mayor democracia de América Latina ha suscitado un inabarcable torrente de análisis, opiniones, críticas. Es cómodo y humano opinar, escandalizarse. Y es natural, el apoyo recibido por Bolsonaro y sus candidatos (propios o aliados) confirma como estructural algo que se percibía -o anhelaba- coyuntural. Esta expresión de deseo de muchos demócratas alrededor del continente y del mundo tiene más de aspiración que de realidad. La votación del Partido Liberal, primera fuerza tanto en el senado como en diputados, suma victorias en algunos de los distritos con mayor cantidad de electores del país como San Pablo o Río de Janeiro.
El error de las encuestas, la proliferación de las fake news, el rol de la justicia en las democracias contemporáneas y una enorme subestimación intelectual (que raya el desprecio) hacia los votantes de la ultraderecha son alguno de los factores analizados para explicar las dificultades que enfrentan los candidatos del espectro electoral que va desde la centroderecha hasta la izquierda. Lo que no se debe obviar es que las expresiones políticas de ultraderecha son ya parte del sistema en el mundo entero. Sólo en el último año han participado de la segunda vuelta electoral en Francia, Chile o Colombia y han ganado las elecciones en Italia. Ahora confirman su caudal electoral en Brasil.
Esta realidad ya es parte del tablero político. No puede ni debe ser encarada como una excepción a la que se puede contener denunciando la gravedad o el peligro de sus postulados. Es necesario entender a las millones de personas que llevaron a los puestos de poder a líderes del nacionalismo ultraconservador e incluso a candidatas como Meloni en Italia quien se asume como heredera del fascismo de Musolini, en un continente en que jurídicamente están definidos delitos como la apología al nazismo.
El auge de las autocracias y los gobiernos autoritarios trasciende a la ultraderecha y contiene integrantes históricos de la izquierda continental como Cuba, Venezuela y Nicaragua. Pero en la batalla cultural el avance se confirma claramente hacia la derecha, luego de algunas dudas suscitadas por la pandemia y la mala administración que llevaron a cabo líderes como Trump, Bolsonaro o Boris Johnson. Hoy vemos como los resultados electorales (no siempre victorias) demuestran una acumulación sostenida de la ultraderecha en el mundo. Si no ganaron en la actualidad, o perdieron por la pandemia, están muy bien posicionados para la próxima contienda.
Esta situación debería potenciar análisis mucho más endógenos que exógenos entre quienes batallan con la ultraderecha para acceder al poder. Ya no alcanza con la denuncia de los males por venir, esa si es una batalla perdida. El discurso amenazante sobre los peligros que representa el otro en un sistema democrático le calza mucho mejor a los y las candidatas antisistema que a sus adversarios. Ingresar en ese marco de combate electoral (y discursivo) es parte de su estrategia. Y de su victoria.
Preguntar y preguntarse por qué este tipo de liderazgos tiene tanto apoyo en sociedades tan distintas como la húngara o la salvadoreña, la italiana o la brasileña brinde quizá un espacio de auto interpelación al resto del sistema político. Pero para ello la premisa fundamental será dejar de subestimar a quién elige estas opciones para entender qué le apremia, cómo funciona su mecanismo de cara al voto. Denunciarlo y segregarlo no sólo parece un suicidio táctico en el ejercicio de la política, sino que representa un tipo de discriminación más propio de lo que se quiere combatir que de lo que se defiende.
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