Era el fin del siglo de las invenciones y el despertar de otro, un mundo se derrumbaba, los latinoamericanos nos despertábamos en libertad, y el gesto de la escritura y la lectura se volvió un imperativo popular. Allá por 1900, los símbolos, una vez más, robustecían los nuevos sistemas de organización social y en consecuencia el sistema educativo se ponía en cuestión.
Enseñar y aprender fue siempre un asunto político. No hubo época donde la herramienta no fuese escondida por miedo al debilitamiento del status quo.
Ella era de esa época. Se llamaba Amelia y había nacido en el pueblo de Casa Blanca, en Paysandú, en 1904. Fue hasta tercero de escuela y decía que hasta esa edad era suficiente para las mujeres del pueblo. Después venía casarse y tener hijos. Amelia, mi bisabuela, era colorada. No lo decía porque su esposo, además de blanco, era un hombre de temperamento difícil. A sus 102, la entrevisté y recordaba poemas que le habían enseñado sobre el hundimiento del Titanic. También recordaba las ilustraciones del libro de texto de la época, relataba con emoción de niña haber aprendido a leer y a escribir. En tiempos de primeras mujeres que alcanzan hitos, ella fue en mi familia la primera de la línea en alfabetizarse. Eso la llenaba de orgullo, pero sobre todo de identidad.
La matriz cultural de la época no admitía otras formas, la inclusión de los inmigrantes era parte de un único proyecto nacional, de una escuela que, orgullosa, sostenía uno de los pilares de la democracia. Me interesa enfatizar en las palabras “sostenía” y “uno”. La escuela liderada por lo que popularmente se llamó “Monjas Batllistas” y era uno de los dispositivos del Estado benefactor.
Voy a saltar 100 años de historia.
Una mañana de un día cualquiera, Juan , el primogénito de seis hermanos, tocó la puerta diciendo que quería anotarse porque sabía que ahí le podían enseñar a leer. Con 13 años y después de nueve de escolarización, dibujaba letras redonditas, armoniosas y dentro de los renglones, pero nada sabía de sonidos y, lo más grave, nada de esos símbolos tenía sentido para él. Como es un dibujante increíble, usó esa fortaleza para adaptarse, porque estar en la escuela tenía beneficios para él: pero no conocía el para qué. Después de Juan, comenzaron a llegar sus hermanitos, diciendo uno a uno que ellos también querían lo que había logrado su hermano mayor. El aprendizaje de la lectura de esa familia se convirtió en una misión profesional.
A decir verdad, poco sabemos de cómo enseñar a leer fuera de la edad esperada, en qué tiempos y con qué formas. Dediqué encuentros a desarticular sus fortalezas y debilidades personales, intenté que Juan contactara con el sentido del gesto y, mientras estimulaba, disfrutara del trabajo que compartíamos. Me propuse que aprender tuviese un sentido para él, que la lectura lo atravesara tanto que, además de aprender para poder hacer el liceo, pudiera convertirse en una herramienta que le abriera otros horizontes. Hace poco tiempo, me llegó una foto de Juan: está sentado en el patio de un liceo leyendo un ejemplar de “Pateando Lunas”.
La historia de mi bisabuela se ubica al comienzo del siglo pasado, la escuela en ese momento era un dispositivo educativo intencionado que se encontraba articulado con la política nacional, y estaba enfáticamente en diálogo con su tiempo. Eso fortaleció su sentido y le daba prestigio al ciudadano que la atravesaba. El símbolo que lo demuestra era la adoración de Amelia con su libro de texto, su recuerdo emotivo del poema sobre el Titanic y su identidad de lectora. Después de ella, todas las restantes en la línea nacimos en una familia donde leer ya era parte del paisaje. Para Juan y sus hermanos aprender a leer constituye aún un desafío importantísimo: hay una identidad anhelada en los espacios educativos; es una familia entera queriendo alfabetizarse para ser, y para ser parte.
Lo que un momento era indiscutible, símbolo de ingreso a la modernidad, hoy carece de sentido para los y las estudiantes. Y me animaría a decir que también para la escuela de nuestros días. Sepan que ustedes mismos, para estar comprendiendo cada palabra que integra este texto, debieron transformar parte de su estructura neural, activar procesos cognitivos de distintos niveles y, por sobre todo, modificar su identidad. Eso fue al comienzo de su aprendizaje, pasaron por el proceso de ser o no ser lectores. Entre metodologías ágiles, lectores pobres, escritores escuetos, espontáneos e impensados nuestra democracia se vuelve un poco más frágil.
Es significativa la cantidad de estudiantes que llegan a secundaria con niveles descendidos en competencias básicas. A eso se le agrega una distribución poblacional inequitativa. Cuando converso con gente que no se dedica a lo educativo, pero a la que le interesa informarse, suelen atribuir la necesidad de la transformación a los cambios traídos por la nueva cultura de la tecnología. Si bien esa revolución no es nada menor, hace más de 30 años que Uruguay no alcanza niveles adecuados en términos de competencias válidas para el mundo: y es transversal a todos los niveles socio económicos. La fragilidad en los aprendizajes no es únicamente un tema de la infancia y adolescencia pobre. Intento ser lo suficientemente pueril y gráfica con mis palabras para que el mensaje quede claro.
¿Cómo se explica que un estudiante con una muy buena asistencia egrese de la educación primaria sin aprender a leer? ¿Cómo se explica que en la secundaria, quienes no lograron los niveles adecuados de competencia lectora, no tengan dispositivos diseñados para que puedan aprender? ¿Cómo se vivencia el error y el no poder en los espacios educativos?
Los celosos del conocimiento conviven entre nosotros, son los guardaespaldas de la arquitectura del status quo, personajes claves para el desarrollo o la degradación. Mientras las estructuras que nos sostienen se derriten en la liquidez de las instituciones que ya no comulgan con su época, la crisis está declarada y hasta sobrediagnosticada. Tanto que escribir esta columna me genera cansancio: repasar las estadísticas y recordar la alarma me revive las sensaciones de estudiantes como Juan.
Ni laica, ni gratuita, ni obligatoria.
La escuela desarticulada de la política social, económica, ambiental y de salud ya no es más un pilar de la democracia, más bien es responsable solidaria de la reproducción de las desigualdades.
La tensión moderna de iglesia versus estado, nuestra temprana secularización, la laicidad que tanto nos enorgullece, se reedita en la discusión de la escuela inclusiva. Estar dispuestos implica, por ejemplo, complejizar el antagonismo de que si enseñamos para el trabajo no estamos educando. Repensar la estructura burocrática de control por una centrada en los procesos de aprendizaje tanto de estudiantes como para los equipos docentes. ¿Qué sucede en un centro educativo cuando un docente no sabe algo relativo a su trabajo? ¿Qué sucede cuando un docente no sabe cómo hacer para que un estudiante aprenda? Las aulas deben ser espacios de aprendizaje para todos quienes las habitan, de investigación acción y no de contralor, ni de miedo al error y mucho menos de segregación.
El ex presidente Tabaré Vazquez en el discurso que dio en la sede de la masonería en el año 2005 señalaba lo siguiente:
“Se falta a la laicidad cuando se impone a la gente. Pero también se falta a la laicidad cuando se priva a la gente de acceder al conocimiento y a toda la información disponible.
La laicidad no es empujar por un solo camino y esconder otros. La laicidad es mostrar todos los caminos y poner a disposición del individuo los elementos para que opte libre y responsablemente por el que prefiera.
La laicidad no es la indiferencia del que no toma partido. La laicidad es asumir el compromiso de la igualdad en la diversidad”.
Durante el marco de la pandemia la obligatoriedad tuvo sus vaivenes. Personalmente, me encontró trabajando para que algunos estudiantes no se cayeran del sistema, ya que teníamos la certeza de que recuperar al que deserta es una tarea por demás compleja. De manera que la obligatoriedad pone en cuestión las posibilidades de los centros educativos, nos enfrenta a los verdaderos límites. Con el sentido debilitado y sin obligatoriedad, nos encontramos desarmados, faltos de herramientas para retenerlos.
La obligatoriedad entonces precisa escuelas que puedan organizarse en base a las necesidades de su público objetivo, para eso la autonomía en la toma de decisiones es muy importante, también la disponibilidad de profesionales que dentro del centro educativo puedan dar seguimiento a las trayectorias, tiempo disponible para discutir maneras de abordaje y la interdisciplina para poder abordar los problemas con distintas miradas. Esto nos permitirá estar alertas, la desvinculación es el síntoma, la enfermedad fue previamente dejando rastros. Para estar alerta se precisa tener información y equipos orientados a trabajar con ella. Un ejemplo de la desarticulación es la falta de espacios de diálogo y planificación articulada entre la escuela y los otros espacios educativos no formales ofrecidos por INAU, a los que muchos niños y niñas de los dos quintiles más pobres asisten. Aun trabajando con la misma familia y el mismo estudiante, el Estado no comparte entre sí informaciones ni datos, y mucho menos alcanza a realizar planes de acción articulados. Es tan así, que hay trabajadoras sociales que dedican horas de su trabajo a consultar las inasistencias y notas a las familias cuatro veces al año para cargarlas en el sistema SIPI. Todo eso funciona adecuadamente si hay una buena organización de los equipos, sin embargo, y espero que estemos de acuerdo en esto, un problema de tal magnitud no puede quedar a criterio de nadie.
Implica también disminuir las tensiones entre lo que el estudiante de secundaria desea de ese lugar donde va a estar gran parte de su día y lo que éste le ofrece. La tensión cultural entre el liceo y los adolescentes no es un tema menor cuando deseamos que estén dentro. Necesitamos sistemas de evaluación que no expulsen sino todo lo contrario, que vean en el error una fuente de aprendizaje. Y esto, cabe aclarar, no implica adoptar aquello que la especialista argentina Guillermina Tiramonti llamó pedagogía compasional, sino todo lo contrario. Que los docentes dediquen más tiempo a contener que a enseñar es la injusticia intelectual más grande que le sucede a nuestra infancia y adolescencia pobre. Esta actitud que los mira con los lentes de la carencia es la responsable de que existan casos como el de Juan, que, ya egresado de primaria, solo puede dibujar lindas letras.
¿Cuál es el derecho a la educación: que asistan a la escuela o que aprendan? En el caso de Juan tuve la suerte de poder reunirme con quien había sido su maestra comunitaria, una mujer increíble que más de una vez dijo haberlo intentado de muchas maneras. Pero lo que él necesitaba por su perfil de aprendizaje era una estimulación que la escuela no podía ofrecerle, porque no tenía los recursos ni tampoco el conocimiento. Es por eso que enfatizo en la necesidad de tener escuelas que aprendan: cada estudiante es un desafío de aprendizaje que debe dejar conocimiento y para eso los centros educativos tienen que saber y poder aprender.
Hay algunas experiencias internacionales interesantes que Renato Opertti, desde Eduy21, se ha dedicado a empujar. Por ejemplo, la creación de un laboratorio pedagógico que conformado por profesionales de distintas disciplinas inyecte conocimiento en los centros educativos. Un espacio que logre una polinización cruzada de conocimiento y opere como catalizador de los procesos de aprendizaje de las organizaciones educativas. En esta misma línea, Pablo Meneses (entrevistado en el programa de radio Sarandí llamado “Las cosas en su sitio”) conversaba sobre lo endogámica que se ha vuelto la ANEP, y la falta de investigadores del Sistema Nacional de Investigadores que además trabajen en formación docente. Eso refuerza la rigidez del sistema, lo vuelve menos permeable al conocimiento.
Lejos está la idea del centro educativo donde la diversidad sociocultural es parte del paisaje, lo señala el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, donde agrega que uno de los factores que más inciden en la segregación es el lugar de residencia. Es decir que la división territorial de escuelas además de producir una segregación repudiable desde lo ético, vulnera el derecho a la educación ya que afecta directamente los aprendizajes de los estudiantes. Una vez más la desarticulación de políticas públicas provocando catástrofes.
Es tiempo de repensar los pactos simbólicos, de revisar las ideas que lo sustentan en clave de comunidad, de aldea global. Si la educación no está al servicio de las familias, del desarrollo y del aprendizaje de sus estudiantes, entonces de quién: ¿De los resistentes que vestidos de progresistas dicen repudiar la segregación, pero no tienen la valentía de discutir el formato? ¿De los guardianes del status quo? ¿De los militantes de Twitter? ¿De la propaganda política de quienes basan sus decisiones en aprobación popular?
Necesitamos una escuela que dialogue con su tiempo. Ni nostálgica del pasado ni devota del futuro: presente. Situada en la matriz de su época. Articulada con las políticas de salud, sociales, económicas y ambientales: laica, gratuita y obligatoria.
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