“¿Cómo hacemos para informar a los convencidos?”, se preguntaba, a la vez con tino y algo de amargura, Victoria De Masi en una de las últimas entregas del newsletter Gracias por Venir, en eldiario.ar. Preguntó sin ánimos de dar respuesta, creo, pero me dejó pensando ante uno de los problemas centrales del periodismo (¿de la democracia?) en la actualidad. Hablemos de esos convencidos; de los infalibles.
El infalible es un tipo ideal, un ser mítico que se alimenta de la saña cibernética, criado a base de ultra procesados y lenguaje binario, que no distingue más allá de unos y ceros; mítico, entonces, pero que los hay, los hay. Entiende de todo y está siempre disponible: es el que comenta primero, el que comenta último y el que responde los comentarios de todos los demás.
Es híper activo en las redes sociales. Organiza el caos de la web a su modo, con sus creencias como ladrillos a los que reviste de modales o tenues revoques que simulan datos: el infalible monta sus verdades como se construyen las casas hoy en día, con paredes huecas y cimientos endebles; pero irresistiblemente homogéneas y estéticamente asimilables a la vista del comprador.
El infalible tiene, además, un puñado de verdades irrevocables. No importa cuántos hechos se acumulen para contradecirle: es a prueba de evidencias. Cuanto más improbable es su postura tanto más se asienta. Más aún, se hace fuerte en su idea de que el mundo quiere contradecirlo y logra articular un modo estrambótico pero plausible para alternar hechos con medias verdades, para acomodar la evidencia a su antojo. Para sembrar dudas.
¿Intentaron matar a CFK? Sí y no, según quien lea. ¿Álvaro Delgado increpó a una periodista de Tv Ciudad? Sí y no, según quien lea. Los datos son accesorios.
En Infocracia, su último libro, Byung-Chul Han enfoca la mira sobre los convencidos, a partir de un detalle: estamos en una época donde los debates exceden los datos, donde masas ingentes se vuelcan a la web para contradecir los hechos a fuerza de conspiraciones u opiniones. Donde una pulsión y un sentir se contrapone con esmero a una seguidilla de elementos fácticos. El problema, señala el filósofo surcoreano con una visión bastante pesimista (que no necesariamente comparto), es que el discurso de los sectores infalibles (sean antivacunas, negacionistas o cualquiera que desmiente los hechos a fuerza de voluntad) no se basa, precisamente, en datos: se erige sobre un cúmulo de suposiciones o creencias que rechaza de plano el diálogo con la facticidad. En su visión, entonces, todo fact-checking y toda desmentida en base a información fidedigna y comprobada es de una futilidad pasmosa: no sirve para nada puesto que nadie puede convencer a los convencidos.
A los infalibles y convencidos los alimenta el algoritmo, también. Sabemos hace años —y hemos visto multiplicarse casos y explicaciones— que existen las cámaras de eco y los filtros burbujas: esos amplificadores de la mirada propia en base a la retroalimentación de contenidos que percibimos por habernos posicionado en determinado espectro de consumo —ideológico, sí, pero de todo consumo en general. Por eso las redes nos venden lo que ya supimos consumir: tanto un sillón como una opinión. Y aunque en los últimos años han surgido estudios académicos que matizan el efecto de dichas cámaras de eco y filtros burbuja, que señalan que en realidad estamos más expuestos a una multiplicidad de insumos eclécticos de información, nadie ha desterrado al sesgo de confirmación: ese poderoso ansiolítico mental que nos asegura conformidad con nuestra visión de mundo. Según este sesgo, esta pequeña triquiñuela de nuestro propio cerebro, damos por cierta con facilidad las explicaciones o supuestas verdades que se adaptan a nuestra opinión y nos ponemos críticos y repelentes con aquellas que se oponen. Una vez más: ante los hechos consumados, prácticas diversas según las tendencias previas.
Hay un agravante para todo el proceso, que suscita un desafío extra para el periodista y el periodismo: además de convencidos, tenemos convencedores. Sectores políticos que han comprado el sistema de las creencias para oponerse con violencia a los datos y, a la vez, incentivar ataques a periodistas. A su confiabilidad, por ahora, ese magma vital del que depende todo comunicador; pero hay un problema más con la incitación: sabemos donde empieza, pero no donde termina.
Hace una semana el reporte anual de Voces del Sur alertó por un aumento veloz de las agresiones a periodistas en 2021 en Uruguay. Antes lo habían mencionado la Relatoría de Libertad de Expresión de la CIDH y Reporteros Sin Fronteras. En todos los casos, más allá de los números, son muy claros en señalar que el principal agresor y responsable de este deterioro es el Estado: agravios, limitaciones en acceso a información y otras acciones por parte de funcionarios, legisladores y organismos.
El periodismo no es garante de ninguna democracia, pero es una herramienta útil para ella. El problema de la democracia y de la libertad de expresión es que es un chiche lindo, sí, pero también sufre las abolladuras. El periodismo sirve para escrutar al poder, más allá de colores políticos, sirve como servicio público y como un elemento clave en el derecho a la información de los individuos.
Es cierto, también, que el periodismo no está por encima de nadie y que no hay verdades absolutas. Pero hay hechos, datos y hay una ética de trabajo. Y hay una posibilidad: el periodismo no puede con los convencidos, quizás, pero puede con los convencedores y con el resto de la humanidad, que ha demostrado en incontables ocasiones su falibilidad.