Ayer fueron las elecciones en Estados Unidos, aún se están procesando resultados. Se trata de una de las últimas citas electorales del año alrededor del mundo. Este año, 2022, estuvo cargado de elecciones y también cargado de violencia política.
Una guerra, un ex primer ministro asesinado en Japón, la cruda represión contra el levantamiento femenino en Irán, una serie de muertes por enfrentamientos políticos en Brasil, un intento de magnicidio en Argentina y sobre el final de esta carrera por las midterms estadounidenses, el intento de asesinato al marido de la líder demócrata de la cámara baja Nancy Pelosi con un martillo, en su propia cama. Esta es una incompleta descripción de hechos de violencia política a gran escala a los que le faltan las guerras civiles, la opresión por dictaduras y gobiernos autoritarios más múltiples situaciones que —a veces— pasan inadvertidas pero que condicionan la vida de millones de personas en todo el planeta.
Se puede decir, con razón, que la política vive enfrentamientos cuerpo a cuerpo, armados, y que dirime sus diferencias con violencia desde que se practica en el mundo. Prueba de ello son las innumerables guerras por el control de territorios, el anhelo de imponer una visión sobre determinado tema y hasta aquellos magnicidios o atentados que efectivamente terminaron con la vida de mandatarios. Cabe destacar que el avance de la democracia a lo largo de los años es el triunfo de la opinión de las mayorías por sobre la de quién o quiénes ostenten más fuerza o poderío militar.
Todo este avance no debería hacernos perder de vista la concatenación de hechos violentos vinculados a la política, y lo que es más peligroso aún, una visible tendencia mundial a instrumentalizar los discursos cargados de violencia hacia el resto de los integrantes del sistema democrático que se van convirtiendo en narrativas aceptables —y aceptadas— como herramienta para la obtención de resultados políticos: una elección, un referéndum, una ley.
La composición del sistema mediático actual premia las disrupciones por sobre la monotonía informativa y la utilización de la violencia (desde la verbal hasta la física) es una forma de disrumpir. Pero ese mismo sistema genera un caudal tan grande de estímulos comunicacionales que hace olvidar, o saca de agenda rápidamente, los acontecimientos que atrajeron nuestra atención. Y para solucionarlo se vuelve al mismo método: más violencia que garantice nuevamente la atención.
La violencia y su instrumentalización como herramienta narrativa en la política no son nuevas, se enmarcan en la noción del conflicto como intrínseco a la política, que es muchas veces llevado al extremo de la violencia (simbólica primero y real después) para la consecución del objetivo. Pero hoy se inscriben en un universo mediático diseñado algorítmicamente para premiar aquellas temáticas que generen más interacción. La búsqueda de esa atención es algo que todos los integrantes de un sistema democrático deben atender para maximizar las posibilidades de sus proyectos, pero no a cualquier costo. Esa misma búsqueda suele ir corriendo las barreras de lo aceptable —para propios y ajenos— en términos de violencia simbólica. Es justamente ahí, en la expresión aislada de una temática menor, donde se empieza a naturalizar el ataque como herramienta y es claramente más fácil identificarlo en otros que en propios. Es también un tema de comunicación, y nos incluye a casi todos.
Repetimos una y mil veces que lo comunicacional no subordina a la política, pero las formas si conforman escenarios. El lenguaje y las maneras de comunicarnos construyen sentido(s), no seamos cómplices de que uno de ellos sea la violencia.