Cuando en 1898, dos científicos finlandeses —Robert Tigerstedt y Gunner Bergman— publicaron un trabajo que identificaba una hormona llamada renina, producida por los riñones, el hallazgo no generó ninguna revolución. Sin embargo, sin ese aporte, la población del planeta no hubiera llegado a los ocho mil millones de habitantes que alcanzó en estos días.
Al menos 25% de la población mundial debe agradecer a este dúo, aunque también a muchos otros. ¿Para qué servía entonces su descubrimiento? Para nada. ¿Por qué es importante hoy? Porque, entre otras cosas, me permite abordar en esta columna una discusión actual que muchos buscan allanar. Y porque ese conocimiento hoy hace posible que ese 25% de la población que sufre de hipertensión —una de las principales causas de muerte prematura en el mundo— pueda alargar su vida gracias a fármacos que controlan su presión arterial.
Pero en 1898 ese vínculo entre el conocimiento de la renina y la aplicación en la salud estaba lejos de vislumbrarse. Si me acompañan en este recorrido por la historia hasta nuestros días podremos ver que tampoco ocurrió demasiado cuando en 1939, sobre las bases de ese y otros conocimientos, un grupo de científicos argentinos liderados por Eduardo Braun Menéndez —que involucraba también a los premios Nobel argentinos Bernardo A. Houssay y Luis F. Leloir, entre otros— identificó la angiotensina, otra sustancia producida por el cuerpo con propiedades vasoconstrictoras (que estrecha los vasos sanguíneos).
Hasta entonces, lo que se había descubierto era conocimiento valioso, pero “solo” conocimiento. Era resultado de la ciencia básica, como se denomina a aquella investigación que tiene como fin esencialmente conocer el mundo que nos rodea, expandir el conocimiento per se, saciar la curiosidad, el deseo de saber y entender, sin crear ni generar ningún producto.
También llamada ciencia fundamental o, últimamente, ciencia guiada por la curiosidad, muchas veces es vista con menosprecio, como una versión inútil por contraposición a su provechosa hermana, la ciencia aplicada. En tanto, esa forma de investigación es entendida como aquella que resuelve problemas prácticos del mundo real, que comprueba su importancia por el impacto inmediato de sus resultados, que es valiosa porque mejora la vida de las personas.
Eso que descubrieron/estudiaron, ¿para qué sirve? Con frecuencia, esa es la pregunta que se hace la gente al conocer los resultados de una investigación científica. Podría ser una pregunta lógica —y válida— si se piensa en el público general; podría ser incluso un elemento a tener presente —aunque no el único— para determinar prioridades de investigación o asignar fondos escasos.
Pero por increíble que parezca, esa pregunta también ha ganado terreno en la comunidad científica. Basta ver, por ejemplo, que en los formularios que deben llenar los investigadores para concursar por financiación y también en los resúmenes que presentan para publicar su artículo en revistas científicas, suele pedirse un párrafo que sugiera qué aplicaciones podría tener su trabajo. Cuando se trata de investigación básica, ese requisito muchas veces se rellena con frases más cercanas al marketing, con deseos potenciales que con frecuencia están a décadas de distancia, si es que alguna vez se concretan.
Así es que la ciencia básica, en un mundo con avances cada vez más vertiginosos y donde todo debe tener una utilidad inmediata, parece no tener el valor de la aplicada. Parece que no amerita financiar algo que no tendrá aplicación o un impacto concreto en la vida de las personas. Esa visión no considera el largo plazo. No avizora las posibilidades futuras.
Pero volvamos a la historia que empezó en 1898, y vayamos ahora a 1956, cuando el químico estadounidense Leonard T. Skeggs estudió otra sustancia llamada enzima convertidora de angiotensina (ECA), también producida por el organismo, y logró explicar su contribución al control de la presión arterial. Recién ahí algunas piezas del puzle fueron encajando, aunque todavía nada tenía aplicación.
Pasaron 14 años más, hasta que en 1970 el farmacólogo brasileño Sergio H. Ferreira descubrió que el veneno de una víbora (Bothropoides jararaca) podía inhibir a esta enzima y actuar sobre la presión arterial. ¿Y qué tiene que ver la víbora? ¿Qué pasó entonces? Nada todavía. Pero cinco años después, en 1975, el investigador argentino Miguel A. Ondetti, junto al estadounidense David W. Cushman, finalmente desarrollaron el primer fármaco inhibidor de la enzima convertidora de angiotensina, que bloqueaba una serie de reacciones químicas del organismo y ayudaba a relajar las venas y las arterias, a reducir la presión arterial y aliviar el esfuerzo cardíaco.
Y fue recién en 1981, cuando el conocimiento acumulado sobre la renina, la angiotensina, el veneno de la víbora y otros que surgieron en el largo camino de la ciencia básica hicieron posible que ese año la agencia reguladora de medicamentos de EEUU, la FDA, aprobara el uso humano del captopril, el fármaco creado por Ondetti y Cushman. Hoy existen muchos de esos medicamentos, que además pueden aplicarse en terapias contra enfermedad de las arterias coronarias, insuficiencia cardíaca, ciertas enfermedades renales y migrañas, entre otras.
Por supuesto, esta historia no es única ni poco frecuente. La misma línea se podría trazar desde aquellos aportes aparentemente improductivos sobre la comprensión de las propiedades inmunológicas del ARN que hizo la científica húngara Katalin Karikó a principios del siglo y que no dieron frutos hasta la pandemia de Covid-19 en 2020, cuando hicieron posible el desarrollo en tiempo récord de vacunas basadas en esta molécula. O el minucioso estudio al que se dedicaron en los años 80 y 90 del siglo pasado un grupo de científicos japoneses y españoles sobre unas bacterias poco relevantes, cuyos resultados recién en 2012 se transformaron en la herramienta de edición genética CRISPR que hoy revoluciona la medicina.
La historia de la ciencia está repleta de conocimientos surgidos de mentes curiosas. Y aquí la curiosidad es entendida no como una cualidad infantil o un capricho elitista, sino como el interés de saber movido por una intuición educada. Y en todos los casos los frutos de la curiosidad tuvieron aplicación concreta mucho tiempo después.
Por eso, como aún es necesario reivindicar el papel de la ciencia fundamental, la Conferencia General de la UNESCO declaró que 2022 (y hasta mediados de 2023) es el Año Internacional de las Ciencias Básicas para el Desarrollo Sostenible. El objetivo es resaltar su papel primordial y enfatizar sus contribuciones a los desafíos globales urgentes y al bien público global.
¿Cómo avizorar que un conocimiento puntual y en apariencia aislado pueda tener tal o cual utilidad? Imposible, pero tal vez esa pregunta no es la que nos deberíamos hacer. Como bien dijo el Nobel de Física 2006, George Smoot: “No se puede prever el futuro lo suficientemente bien como para predecir lo que se va a desarrollar a partir de la investigación básica. Si solo hiciéramos investigación aplicada, seguiríamos tratando de hacer mejores lanzas”.