Re-pensarse, de-construirse y cambio son términos devaluados por la economía de las palabras en tiempos de hashtags y soluciones en tres pasos. Si bien no los vuelve menos importantes para la complejidad que habitamos, nos ubica en un lugar de responsabilidad discursiva. La reforma educativa que plantea la ANEP, y más precisamente el marco curricular que se está instalando, estipula algunos principios: inclusión, pertinencia, flexibilidad, integración de conocimientos y participación. Éstos marcan una manera de ver lo educativo, en todas sus aristas, establecen un encuadre, un marco amplio que necesita ser precisado y operativizado en la práctica real. El encuadre de transformación implica la forma de ver al centro educativo, a quienes educan, a las familias que les confían a sus hijos e hijas y a los estudiantes.
Algunos de ellos en un sentido amplio son casi incuestionables, aunque en el terreno de las ideas todo puede suceder y la amplitud del discurso muchas veces los pone en cuestión. Si bien públicamente nadie dirá estar en desacuerdo con la atención a la diversidad, en la vida real aspirar a la inclusión suele ser una experiencia difícil que obliga al centro educativo a re-pensarse, desde lo más visible, como lo es la parte arquitectónica, hasta lo que refiere a las barreras simbólicas asociadas a los modelos mentales. Cuando acordamos que es urgente que el centro educativo sea habitado y genuinamente vivido por todas las personas sabemos que precisamos de una transformación, porque con lo que sucede actualmente no es suficiente. Re-pensarse, de-construirse y cambio son palabras importantes si creemos que cualquiera de nosotros, en cualquier momento de nuestras vidas, podría necesitar que quien nos está enseñando ajuste sus prácticas a nuestras necesidades de aprendizaje. Lo llevo al terreno personal para fortalecer la idea de que la inclusión no es restrictiva de las personas en situación de discapacidad.
Un centro educativo que piensa sus prácticas desde la inclusión y la flexibilidad contempla a la diversidad de estudiantes, sus visiones sobre el mundo y maneras de aprender. Podría entonces también rediseñar el uso de su tiempo, desnaturalizar rituales y formas de organización de los grupos, para ajustar sus estructuras institucionales a las necesidades de su público objetivo: con ese encuadre, ya no discutiríamos la repetición sino las condiciones de aprendizaje. Precisa también una diversidad de educadores, con trayectorias profesionales diversas que podrán visualizar a una sola estudiante de muchas maneras. Esa estudiante tendrá por lo tanto visiones distintas de lo que implica aprender y desarrollarse, y no una sola. Ya no será solo su dificultad la que defina su aprendizaje, sino todo aquello que sea capaz de desplegar como aprendiz.
Volviendo a la idea inicial de que es importante establecer los límites de aquello que la educación puede y aquello que no, lo expresado sobre la inclusión puede sonar romántico si consideramos la situación actual de las escuelas en Uruguay donde solamente hay maestras. En las escuelas, reitero, solamente hay maestras, con distintos roles, pero solamente están ellas. Maestras que en muchos casos dan de comer, chequean los carnés de vacunas, mandan a arreglar las computadoras Ceibal, sostienen procesos socioafectivos, se reúnen con profesionales externos, organizan la colecta para el paseo de fin de año, articulan con las familias y enseñan, claro, siguen el programa que punto a punto sistematizan en alguna hoja administrativa. Cuando una maestra detecta una dificultad de aprendizaje, y precisa un diagnóstico claro de lo que ese estudiante necesita para continuar aprendiendo, suele hacer derivaciones a profesionales de la salud. Si ese estudiante se atiende en ASSE, como el 80% de los niños, niñas y adolescentes más pobres (ubicados en los primeros dos quintiles), tendrá una espera que muchas veces excede el año lectivo.
¿Es posible atender a la diversidad desde la soledad? ¿Las adecuaciones curriculares son realmente realizables en este contexto?¿Cuánto puede un educador responder a la diversidad de un aula sin tiempo para pensar a sus estudiantes, sin profesionales que le acompañen a pensar? ¿Qué sucede cuando el conocimiento para entender una situación no está en la escuela? ¿Qué sucede con el conocimiento de las escuelas?¿Cómo aprenden las escuelas?¿Cómo toman decisiones? ¿Si un educador cambia año a año de centro educativo dónde queda el conocimiento que generó sobre esos estudiantes?¿Qué pasa con el conocimiento que generó sobre la comunidad con la que trabaja?
Son tantas las preguntas y tan pocos los espacios donde articular respuestas. Mientras las busco, en la televisión y en los diarios se discute la transformación en términos de buenos y malos. Mientras indago con educadores cómo encontrar el recurso para que un estudiante reciba la atención debida, escucho que hay quienes dicen que no es necesaria una transformación educativa, leo berrinches en redes sociales y a actores políticos que pudiendo animar al diálogo prefieren dedicar su tiempo a preparar misiles que impacten directo en su contrincante partidario con una dialéctica de la agresión. No me rindo, pero tampoco entiendo.
Tengo claro que hay una urgencia que no permea, hay una propuesta educativa que necesita mejoras, hay maestras pulpo, hay profesores que reciben estudiantes en secundaria con debilidades severas en aprendizajes básicos, hay estudiantes que necesitan saber que pueden aprender, hay centros educativos que de un año a otro empiezan de nuevo perdiendo conocimiento y hay muchos expulsados que sí se rindieron. Y no me refiero únicamente a estudiantes, que en educación media son una mayoría, sino también a educadores que pierden la salud. Según el Estudio de salud ocupacional docente, publicado en 2020 por el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, el 9% de los docentes reportaba burnout (síndrome del quemado). La masa se vuelve blanda y poco crítica. Nadie se piensa desde la soledad y el cansancio de reivindicar a diario las frustraciones de toda una sociedad que espera de lo educativo lo que no puede, al menos con los recursos que se disponen actualmente, no se puede.
Necesitamos que la discusión sobre lo educativo vuelva a los problemas de la educación, a la comprensión de los centros educativos como sistemas vivos, alimentados por la diversidad de sus públicos y a los que le urge incorporar el hábito de aprender, porque aprender en este tiempo es una necesidad vital. La escuela son vínculos humanos que trabajan a diario con realidades complejas, intentando entender a sus estudiantes para acompañarlos a desarrollarse y transmitirles el deseo por conocer, porque de otra manera no se logra. La discusión en clave de misiva y no de diálogo no está a la altura de sus estudiantes, docentes e investigadores. Necesitamos una visión compartida, una meta que eleve los intereses individuales y partidarios, una visión integrada de sistema. Si estamos hablando de aspirar a la inclusión es porque hay segregación, intensamente nutrida por las condiciones sociales y estructurales (tal como se desprende del Informe sobre el estado de la educacio´n en Uruguay 2019-2020, del Ineed). A eso se le añade la falta de diálogo, la poca posibilidad de tender puentes y la agresión o hasta el escrache a un solo click.
Aumentar los canales, alcanzar un vocabulario común y establecer caminos de ida y vuelta se vuelve un imperativo. En distintos niveles de poder, disminuir la aceleración para encontrarse es más que necesario. Adoptar un discurso elevado no significa decir que sí a todo lo que propone esta transformación educativa, implica tener la valentía de dialogar sin ataques al pensamiento. Animarse a los grises, generando las condiciones para que las necesidades actuales se canalicen democráticamente, con una discusión crítica de las ideas y sin manipulaciones.
¿Han analizado el impacto que tiene la polarización de posturas en la discusión social sobre el tema?¿Se han preguntado sobre cómo esto afecta el clima de los centros educativos?
De otra manera, lo que se pretende instalar quedará en documentos porque las transformaciones sistémicas adoptan la forma de su cambio. Es decir, si genuinamente se pretende instalar una transformación y no una reforma, el cambio debe ser trabajado desde ese lugar, con acciones plurales que aseguren la participación de todas y todos los actores incluyendo a los y las estudiantes, claro. A quienes se les demanda autonomía y motivación a la hora de aprender, pero pocas veces se les hace parte de la toma de decisiones.
Hay una transformación pendiente, un plan que puede volverse instrumento de evolución o de degradación, unos documentos escritos que precisan de un acuerdo político de largo aliento que garantice su operativización. Una discusión que necesita volver a la fuente. Si de educación se trata, hablemos sobre eso.
De la nobleza republicana de nuestros actores políticos depende que esos principios no se vuelvan papel pintado y que todo el sistema educativo refuerce la idea de que al costo de mentes incendiadas tampoco se puede.