Durante la pausa del mundo caminábamos por las galerías del centro. Queríamos tener una editorial o una librería editorial en uno de sus locales. Antigüedades, numismática, tarot, tiendas de novia. Vimos al vacío colmarse de barberías y acentos lejanos al frío. Anotamos los números de teléfono de quienes ofrecían su parcela. No discamos nunca. Hoy en día resisten carteles que avisan: alquilo, vendo, permuto. La vida nos llevó fuera de la capital y cuando volvemos es en soledad, por eso, siempre que puedo, paso por 18 de Julio y me pierdo en los pasillos. Conozco los recovecos de memoria, como si aquella vida que quisimos y dejamos ir hubiese sido nuestra.

Montevideo está rara, es casi vísperas de los primeros verdes, pero predomina el gris. La tonalidad residuo del negro gastado —una identidad— como los buzos que Ezequiel me pidió que tirara aquel verano que acá era invierno; como ahora, que el simulacro de los últimos hielos del año saca a relucir la ropa rata para afirmarse en los matices que parece solo podemos tener en las vestiduras. De un lado al otro del mundo se sostiene un hilo para que la tensión haga rebotar cualquier pensamiento que no responda a esos extremos. Premisa: poder detenerse. Asimilar la suspensión como una práctica cotidiana.

Prometí escribir sobre no hacer, dilaté, tardé el intervalo inexacto que transforma una estación en otra. Había pensado un título y un comienzo: se llamaría Una pausita y empezaría narrando una de las clases de Feldenkrais cuando Claudia, la profesora que teníamos en la EMAD, nos felicitaba los bostezos y repetía “hacemos una pausita”. Hacer una pausita y bostezar fue de los mayores aprendizajes que recibí de una institución pública. La percepción cambia y las ideas que ejercemos sobre lo que creemos que estamos percibiendo también. Hoy, cuando la distorsión que llamamos realidad corrompe la constancia, prestar atención es una reliquia. El descanso, una urgencia.

Dos jóvenes miran vidrieras en ratos libres de liceo ocupado y chuponeo furtivo. Una señora se retoca el labial y su cara se deforma detrás de los escaparates. El hombre de los sellos y objetos de la milicia apunta con recelo. Y a lo lejos, de espaldas, está ella. Cinco años sin vernos y la casualidad nos encuentra en uno de los corredores de rarezas que une la calle principal con San José. Volvemos a descubrirnos para confirmar que el estudio de una misma a través del extravío y la paciencia empieza en hacer consciente una acción que a veces repetimos por inercia. Abandonar la rutina no es una frase de propaganda hueca, desorientarse propicia salirse del automatismo, el andar tiene bases científicas.

Hablamos menos de una hora. Me pregunta, espantada o sorprendida, por qué en Uruguay se están haciendo tantas películas de abuelos. Escucho sus memorias atropelladas sobre la vida en Cuba: parece que al llegar le mentían, pero no tenía Internet para verificar ninguna de las historias que le contaban. Ahora, la señal ha mejorado, busca direcciones con la seguridad de un mapa que marcará a su antojo, el celular siempre se equivoca y ella, divertida, acostumbró a aferrarse al error como un cambio del destino. Al despedirse dice: ya no hay espacio para lo inesperado. Y sabe que pueden pasar otros cinco años para que la fortuna nos vuelva a tropezar.

Moshe Feldenkrais nació a principios del siglo XX en una ciudad que hoy se encuentra en Ucrania, vivió, estudió, afirmó frases que desdijo inmediatamente, escribió numerosos libros y en alguno de ellos apuntó que “al aprender hay que conocer primero los árboles y luego el bosque en que se encuentran. El cambio de figura a fondo y viceversa se hace tan familiar que es posible percibir ambos a la vez, sin molestarse ni tratar de ser eficiente. Eliminar todo esfuerzo inútil hará más por la eficiencia que sólo luchar por ella. No hay que estar serio ni ansioso ni hay que querer evitar todo error. El aprendizaje que acompaña la autoconciencia por el movimiento es una fuente de sensaciones agradables que pierden la claridad si hay algo que opaca su placer”.

Hay que cuidar los suspiros. Se necesitan interrupciones para que una persona piense en dibujar la sombra de una taza en la que alguien tomó y en ese gesto inútil describa la historia del teatro universal en un dibujo, como hizo Fidel Sclavo unas cuadras más arriba en la muestra del Subte. O recordar que estamos respirando, tomar otro camino, dejar que aparezca un antiguo amor y parar. Hacer una pausita y darnos un tiempo.